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La conocida frase que por estas tierras popularizara Juan Domingo Perón, citada infinidad de veces y para propósitos diferentes, carece -por lo menos- de flexibilidad. Se la suele utilizar para dar por cerrada cualquier conversación en la que múltiples hipótesis complican la interpretación de alguna de las partes y no por casualidad se la escuchó mucho esta semana que pasó.
No es de las que más me gustan y se suele abusar de ella. Es que más allá de su contundencia (o precisamente por ella) cierra los mundos posibles a una única interpretación. Generalmente la que se corresponde con la mirada del que tiene más poder que es quien está en condiciones de imponer la suya.
A su manera, Paco Urondo se encargó hace tiempo de cuestionarla cuando escribió “Del otro lado de la reja está la realidad, de/ este lado de la reja también está/ la realidad; la única irreal/ es la reja.
Hay quienes piensan que la realidad (si es que existe algo así) tiene múltiples interpretaciones. Ya en 1976, en un libro justamente titulado “¿Es real la realidad?”, Paul Watzlawick se animaba a postular que todo aquello que llamamos “la realidad” es producto de la comunicación. Afirmaba también que es una peligrosa ilusión “creer que la propia visión de la realidad es la realidad misma”. También, que una vez que hemos tomado postura frente a un tema, podemos llegar al extremo de calificar como “falso o irreal” a cualquier hecho que contradiga nuestra creencia.
A menudo escuchamos otra frase: “la realidad supera a la ficción”. Frente a una escena de ficción demasiado edulcorada nos decimos que eso de ninguna manera podría suceder, que al guionista se le fue la mano en la imaginación, o que el escritor no estaba en sus cabales. En síntesis, que no es verosímil.
A la inversa, también podemos sentir que un suceso que nos llega por medio de la televisión nos impacta con “la contundencia de lo real”, aún cuando esté poblado de elementos ficcionales y situaciones que no se animarían a proponer muchos escritores de fantasía. Hay imágenes que por sí mismas parecen tener valor de verdad, aún cuando llegan al límite de lo creíble. Podemos hasta calificarlo como “de novela”, pero aunque sea “novelesco”, difícilmente mengüenuestra disposición a considerarlo parte de “lo real”.
La cruda televisión
El año pasado, en la presentación del monitoreo de los contenidos de los noticieros de la televisión abierta que realiza la Defensoría del Público de los Servicios de Comunicación Audiovisual, la productora general del informativo central del canal América TV, María Ripa Alsina se sinceró “Nosotros estamos haciendo programas en lugar de noticieros” y agregó que hay “… un montón de elementos que te llevan a que a vos te cuenten una pequeña película que es una nota. Una película que alguien la relata de determinada manera, con determinadas perspectivas, pensando de determinada manera y con determinada fuente, que muchas veces se dice y muchas veces no.” A confesión de parte… es lo primero que pensamos.
Esta semana asistimos a la superproducción que la televisión venía esperando desde hace muchos años. Hasta ahora las valijas eran carne de denuncias, pero las imágenes corrían por cuenta de la imaginación del televidente. El pico había sido la visión de gente contando dinero en una financiera, algo novedoso pero que no dejaba de ser tautológico. Pero a partir de ahora sabemos cuánto lugar ocupan 8 millones y medio de dólares y cuantas valijas son necesarias para transportarlos. Son los rastros visibles de “la corrupción”, un contenido televisivo por excelencia. Están ahí, a la vista. La representación de la totalidad. Su propio Aleph.
Mientras esta realidad se nos impone en horas y horas de pantalla, seguiremos ignorando el volumen que ocupan los 18 millones que Macri “repatrió” al conocerse que tenía ahorros en las Bahamas. O el del total de su patrimonio en compañías offshore. Nunca sabremos, tampoco, cuantas valijas se necesitan para fugar 3.500 millones de dólares a 4.040 cuentas en el exterior y no solo porque se trata de operaciones electrónicas, dinero volátil que no deja huellas televisables. También porque los principales controladores de las pantallas son los beneficiarios de esas operaciones.
Gonzalo Carbajal
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