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El jueves pasado, tras el fallido intento de magnicidio contra la vicepresidenta argentina, el presidente Alberto Fernández decretó que el día siguiente sería feriado.
En el imaginario de la mayoría de las personas, la expresión está asociada con lo festivo, con aquello que merece ser celebrado.
Difícilmente un atentado podría caber en esas coordenadas, incluso cuando no haya tenido éxito. Hubiese sido más propio anunciar la declaración de una jornada nacional de reflexión con suspensión total de actividades.
Es una anécdota pequeña en el contexto de un hecho de semejante gravedad institucional, pero que resulta revelador de algunas características de este presente nuestro. El jefe de Estado tuvo casi tres horas para redactar el texto que finalmente leyó ante cámaras ya sobre la medianoche. Como no se trató de un parlamento extenso, tuvo tiempo suficiente para revisarlo y someterlo a consulta con sus asesores más cercanos. ¿Nadie previó lo que iba a ocurrir con ese pasaje?
La planificación de los actos de gobierno no parece ser un punto fuerte de la actual administración. Y el episodio que relatamos apenas es una muestra gratis de los errores organizativos que se han sumado a lo largo de algo más de dos años y medio de gestión.
Pero, claro, hay otros flancos de aquella aciaga noche del jueves que por su gravedad merecen una consideración más detenida.
El ataque artero y alevoso que caracterizamos como “magnicidio” no lo es tanto y tan solo porque el objetivo era la vicepresidenta de un país en el que ese puesto ha carecido históricamente de relevancia mayor. La envergadura del atentado es tal porque puso en la mira a una lideresa que concentra una base de adhesiones populares infinitamente mayor que el resto de la dirigencia argentina. Incluso cuando no le alcanzase para ganar la próxima elección presidencial de 2023, cuestión que en todo caso se dilucidará dentro de un año y medio (toda una vida en la Argentina de estos días).
No estamos descalificando las posibilidades de la oposición para hacerse con el gobierno en el turno próximo. Pero individualmente no hay políticos o políticas que traccionen y acumulen como sigue haciéndolo Cristina Fernández de Kirchner, a pesar de la diatriba constante de un conglomerado de medios de comunicación poderosos, nutridas franjas de integrantes del Poder Judicial de la Argentina y no pocos referentes políticos que guardan poco respeto por su propia investidura y no tienen empacho en verbalizar proclamas feroces, de una brutalidad que nos exime de mayores comentarios.
Es esa sumatoria la que adensa un caldo de cultivo propicio para que algunos argentinos de a pie se consideren habilitados a protagonizar hechos tan bizarros o escabrosos como colgar bolsas mortuorias en la Plaza de Mayo; exhibir guillotinas o enarbolar horcas en las que amenazan ejecutar a sus adversarios.
Si un diputado de la Nación se atreve a solicitar la pena de muerte para la expresidenta, ¿por qué habría que sorprenderse si un individuo decidiera hacer justicia por mano propia?
Una causa judicial flojita de papeles, muy pobre argumentalmente y absolutamente insuficiente en materia probatoria, concluye con un alegato insustancial y viciado por errores procedimentales. Pero es amplificada hasta el paroxismo por periódicos, televisoras y emisoras de radio cargados de ponzoña. ¿Cómo es posible que esa discursividad tóxica no infecte cerebros adormecidos y espíritus poco acostumbrados al análisis crítico?
Un político de trayectoria extensa plantea una ecuación oprobiosa entre “ellos o nosotros” con la que aplasta los matices y actúa como fuerza centrífuga que busca galvanizar posiciones extremas. Después de eso, a nadie debería llamar la atención que algunos energúmenos salgan a la calle con pancartas de una agresividad exacerbada.
Al día siguiente del atentado, por la pantalla de uno de los canales de noticias de mayor poderío, un operador se refocila señalando “la oportunidad perdida por el presidente de la Nación para llamar a la paz de la sociedad argentina”. Lo dice quien, con una obstinación digna de mejor causa, cada día formula proclamas horadantes hacia una administración democráticamente electa.
A lo largo y ancho del país se replican las plazas públicas conmovedoramente repletas de almas que no solo repudian el intento de asesinato sino que manifiestan su aprecio y respeto por la mujer que milagrosamente ha salvado su vida.
Comienzan a llover las manifestaciones individuales de personalidades y personajes de la política. Muy pocos mantienen un silencio crápula. Muchos de los que regresan a casa de las asambleas espontáneas en pueblos y ciudades se preguntan cuáles de todas esas expresiones nacen de la convicción y cuáles provienen de la hipocresía, la impostación o el puro interés personal.
Antes del episodio nefasto del jueves pasado, ya había quienes se envalentonaban señalando que la persecución judicial a CFK actuaría como un bumerang que terminaría despertando al león. Quizás el anuncio haya sido un tanto temerario entonces, pero lo cierto es que el acto repudiable de Fernando Sabag Montiel amplificó las alarmas que intentan despabilar al felino. Apelando a la metáfora acuñada por Juan Perón en los años ’70, cabe esperar que sus próximos movimientos permitan verificar que se trata de un león herbívoro, pues lo contrario nos pondría en el umbral de nuevas luchas fratricidas.
No obstante, ahuyentar el peligro de los enfrentamientos domésticos no nos exime de nuestras responsabilidades. Entre ellas están las de retornar a los principios de un Estado de bienestar que corrija las asimetrías sociales, regresar a una puja redistributiva que permita volver a la senda de la movilidad social ascendente, fortalecer los principios filosóficos de una sociedad inclusiva y fraterna, que no discrimine, que sea respetuosa del otro, que no avasalle sus derechos a vivir con dignidad. Eso que comprende tanto a los residentes de los countries o de Recoleta, como a los habitantes sufridos de tantas barriadas humildes, tantas comunidades con las esperanzas tronchadas, tantos pueblos sin destino.
En lo que pareció una jugarreta del destino, solo la buena fortuna evitó que uno de los centros neurálgicos del patriciado urbano de la Argentina se convirtiera en escenario de un crimen monstruoso y de consecuencias imprevisibles. Más allá de esa división enojosa entre “ellos y nosotros”, todosharíamos bien en evitar que vuelva a ser posible.
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