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Columnistas
12/06/2022

Aguafuertes del Nuevo Mundo

¿Desencanto o estupidez inducida?

¿Desencanto o estupidez inducida? | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

La escena que relata esta nota ocurrió hace unos días, en un mercadito de barrio de nuestra región. En el anexo “Carnicería” estaba prendido un televisor que mostraba imágenes del acto en que el presidente y la vicepresidenta de la Nación celebraban los 100 años de YPF, la empresa petrolífera nacional.

Ricardo Haye *

Quizás estimulado por el ambiente político que irradiaba la pantalla, un cliente de pronto exclamó: “Yo voy a votar a Milei”.

 

Nadie en el comercio se prendió a su proclama.

Mientras los dos carniceros y el cajero escogían resguardarse en el silencio, el tipo agregó una frase de resonancias inquietantes: “Si siempre nos gobernaron las mayorías. Habría que ver qué pasa si no es así”.

El razonamiento es profundamente antidemocrático, pero -además- es falso.

Siempre” es un lapso demasiado grande. “Siempre” contiene a la época en que estas tierras eran colonia y sus habitantes criollos o extranjeros no tenían participación a la hora de decidir quién gobernaba.

Pero, para que la anchura de ese “siempre” no nos abrume, tomemos el último siglo.

¿Acaso la década infame de 1930 fue producto de un gobierno de las mayorías?

No, claro que no. En septiembre de 1930 se produjo el primer levantamiento militar contra la Constitución, el que inauguró una triste seguidilla de golpes de Estado que iban a azotar a nuestro país.

Detrás de cada alzamiento siempre hubo un grupo de civiles para darles sustento. La iglesia supo ser otra abonada a las reiteradas rupturas del orden institucional. Pero ese conjunto de personas no constituyeron jamás una mayoría. Y gobernaron la Argentina. No una vez, sino varias. No es cierto que “siempre gobernaron las mayorías”.

Fueron minorías selectas y elitistas las que se apoderaron de la conducción del país y las que privaron a las mayorías genuinas del derecho a elegir.

Y se constituyeron en regímenes plutócratas, poblados de los apellidos patricios de gente de prosapia o de alcurnia; acaudalados todos sus integrantes. De esos que le hicieron creer a mucha gente que “como ya son ricos, no necesitan robar”. Y esa condición, la riqueza previa, no garantizaba (nunca garantizó) que fueran a implementar políticas inclusivas, preocupadas por llevar el bienestar a esas mayorías a las que les recortaban su poder de decisión. Y, por supuesto, mucho menos evitó la rapacidad y el saqueo.

Esos millonarios trapichearon todo lo que pudieron: contrabandearon autos o barcos, blanquearon capitales de orígenes inciertos, se autocondonaron deudas y llegaron a estafar al Estado con declaraciones falsas de bienes y propiedades (Basta con recordar al ministro aquel que tenía una mansión en un terreno que declaraba baldío).

Esos grupos concentrados que -insistimos-, son minoritarios, carecen de empatía, desconocen la solidaridad, son angurrientos y voraces y no tienen problemas en asumir conductas autoritarias, alguna vez también llegaron al gobierno por vías legítimas.

La primera imagen que aparece ante nuestra memoria es la de las elecciones de 2015. La administración electa podía presumir de su legitimidad de origen, pero -después- sus conductas atávicas de sector, le hicieron mostrar la hilacha: hubo verdaderos festines en los que algunos de sus personeros lucraron a expensas del país. Un egoísmo sin límites los llevó a fugar divisas de modo indiscriminado.

¿Fue la primera vez que ocurría ese acceso democrático a la conducción del país de grupos minoritarios? No. Previamente hubo antecedentes. Las urnas consagraron a otro régimen oprobioso en 1989. Pero, en todo caso, sus electores podían argumentar que las autoridades consagradas por vía electiva habían traicionado sus promesas; que incumplieron aquello de “revolución productiva y salariazo”. Podemos darles el beneficio de la duda, aunque esa concesión no disculpa a las mayorías que -ya con conocimiento de causa- en 1995 volvieron a votar al mismo gobierno sátrapa.

Son episodios que desmienten categóricamente aquel principio tantas veces reiterado de: “los pueblos nunca se equivocan”. Los equívocos populares tienen mucho que ver con sus desilusiones propias y con formidables aparatos de propaganda, a veces consagrados a la difusión de mentiras y falsedades varias, y en ocasiones dedicados a distorsionar la realidad o a vender espejitos de colores en los que los lobos aparecen vestidos con pieles de cordero.

Un presidente llegó al colmo de la desfachatez cuando dijo públicamente: “Y … si decía lo que iba a hacer, ¿quién me hubiera votado?”.

Un candidato aseguró que en su gobierno “ningún trabajador pagaría impuesto a las ganancias”. Y hubo quién le creyó y ese candidato resultó electo presidente. Quizás la causa excluyente no haya sido esa mentira proverbial, pero cuatro años más tarde -cuando su honestidad ya podía ser valorada- un 40% de la sociedad volvió a votarlo. No ganó, es cierto, pero obtuvo un cúmulo sorprendente de adhesiones.

Pueden encontrársele contradicciones, pero la democracia es aún la manera más respetuosa y conveniente de gobierno que podamos darnos. Y la democracia es el gobierno de la mayoría, mal que le pese al cliente del mercadito de barrio.

Si fuera solo él, podría tratarse de una preocupación menor. Un caso aislado, que podría tener algunos otros ejemplares igual de trogloditas, pero nunca capaces de poner en riesgo la institucionalidad del país.

Pero si no fuera así, en algún momento habrá que ponderar si estas conductas sociales autolesivas obedecen más al desencanto con el oficialismo actual o a la acción comunicativa perversa de un conjunto de medios hegemónicos, grupos de poder empresarial y segmentos importantes del poder judicial que, en sincronía perfecta con partidos opositores, constituyen un conglomerado que, aunque sea minoritario, resulta intimidante.

La novedad del presente es que los voceros de esas minorías intensas han abandonado las sutilezas, dejaron atrás la vergüenza que entrañaba declararse “de derecha” y militan con fervor por la abolición de derechos, cuestionan cualquier iniciativa garantista, proponen represión violenta, combaten la regulación de las fuerzas salvajes del mercado y amenazan con la destrucción definitiva del Estado.

Un precandidato ya dio una señal perturbadora: según anticipó, todas las medidas serán tomadas no ya en 100 días, que es el período de gracia que suele concedérseles a los nuevos gobiernos, sino en cien horas.

Rápido, para no dar lugar a la resistencia de las mayorías vulneradas, incluso después de haberles dado su voto.

Arrecian las amenazas a los sistemas laboral y previsional; ya se presume que los patrones no tendrán diques de contención a la hora de los despidos. La calidad, gratuidad y universalidad de la educación correrá serio peligro. La salud pasará a depender de la fortaleza de cada quien para soportar por las suyas lo que venga. Y quienes requieran un trasplante tendrán que salir al mercado a comprar el órgano que necesiten.

Ese es el futuro que anuncian los heraldos de un sistema social que solo puede ser más injusto e inequitativo que el actual. Barbaridades como estas son pronunciadas cada día. Y se las dicen sin complejos a todo el mundo, incluido el sujeto que, en el relato que hacíamos el comienzo de estas líneas, compró insumos para un asado generoso.

Mientras hacía sus proclamas antidemocráticas, el tipo pagaba en caja 11 mil quinientos pesos en víveres diversos, como costillares, vacío, chorizos y morcillas.

Mientras lo miraba irse, con la bolsa voluminosa que abastecería la parrilla el fin de semana, este cronista se preguntaba: ¿sabrá ese fulano lo que piensa hacerle a su modo de vida el candidato que va a votar? ¿En algún momento se plantea que si su opción gana las elecciones tendrá que salir armado a la calle, sobre todo si puede hacerlo con algunos billetes en el bolsillo, como ese día que compró carne en el mercadito? ¿Pensó en que la boleta que va a meter en la urna condenará a muerte nuestra moneda y la reemplazará por papelitos verdes impresos en el norte?

Quizás razone como lo hace por despecho o desengaño o, a lo mejor, el coro de voces que martilla todo el día con propaganda interesada para inducir estupidez, le esté menguando el pensamiento autónomo.

Ojalá que, al menos, haya disfrutado el asado. En el futuro, vaya a saberse si podrá.



(*) Docente e investigador del Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
29/07/2016

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