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El actual gobierno nacional comenzó sus funciones con un fuerte ajuste del gasto público: empezó con despidos de personal contratado y continuó con la reducción o eliminación de subsidios a los servicios públicos esenciales y otras reducciones del gasto. En este hecho no hay novedad, ya que es habitual en las políticas neoliberales que se han aplicado en el pasado en nuestro país y también en diversos países como recomendación habitual del Fondo Monetario Internacional y otros organismos internacionales.
Lo que se busca con el ajuste depende de las circunstancias históricas: en algunos casos se procura que un país obtenga excedentes fiscales para pagar a sus acreedores externos, como ocurre actualmente en Grecia con la política impuesta por la Unión Europea y el FMI; en otros es reducir la inflación, que se ha mostrado como una política errónea cuando se trata de una inflación cambiaria o de costos: produce recesión económica y empeora al déficit fiscal.
Lo original del actual ajuste, al menos para la Argentina, es que se aplica en democracia, por un gobierno recién electo, y sin que exista una crisis previa que le sirviera de justificativo, ya que a la fecha en que asumió el PBI había crecido, según estimación del nuevo gobierno, al 2,1% anual; además, la desocupación estaba en uno de sus menores niveles históricos, la inflación venía en descenso, el déficit fiscal era normal para los parámetros internacionales y la deuda pública externa era mínima; estaba la disminución de la demanda internacional de nuestros productos exportables y la reaparición de la restricción externa (escasez de divisas), que es un problema estructural de los países de industrialización tardía, como el nuestro, presente desde 1952, pero ambos, que están relacionados, se venía manejando sin afectar mayormente al mercado interno.
En Argentina tenemos varios ejemplos anteriores de ajuste, todos con resultados similares. Posiblemente el más famoso sea el realizado a partir del año 1961, cuando el Ministro de Economía Álvaro Alsogaray lanzó el famoso “hay que pasar el invierno”. El resultado fue una profunda recesión económica mientras que para las cuentas públicas las consecuencias fueron totalmente contraproducentes, según muestran los siguientes datos (en términos constantes y en números índices)1
1961 | 1962 | 1963 | |
Erogaciones | 282,6 | 247,9 | 242,5 |
Rentas generales | 216,1 | 151,7 | 128,2 |
Déficit fiscal | 66,5 | 96,2 | 114,3 |
Como puede verse, hubo una contención del gasto (14,2%) pero aun mayor de los ingresos (40,6%) y, por lo tanto, del déficit fiscal que se pretendía mejorar.
Una explicación de lo ocurrido lo he tratado de ejemplificar y esquematizar de la siguiente forma:
El ajuste, es obvio, implica disminución del gasto público, que es un importante componente del producto bruto, lo que implica disminución del ingreso disponible por la sociedad y, como consecuencia, la recesión económica: disminución del consumo y de la inversión privada (que invierte cuando está convencido que puede vender la nueva producción, cosa dudosa cuando la demanda global está disminuyendo). La contracción de la demanda lleva a la disminución de la cantidad de bienes producida por las empresas, con reducción de personal y cierre o quiebra de empresas vulnerables, que son fundamentalmente las pequeñas y medianas. La baja de la actividad implica menor recaudación impositiva por la baja de la base imponible (venta, ganancias o ingresos) y porque para muchas empresas en problemas no pagar al estado es la forma de financiación más fácil y rápida. La disminución del ingreso público es mayor que la disminución del gasto inicial, aumenta el déficit fiscal, lo que da lugar a un nuevo ajuste en un círculo vicioso autosostenido.
Las razones que llevaron al gobierno al actual ajuste pueden dar lugar a varios hipótesis. Pero sobre las consecuencias no creo que queden dudas.
1 Tomado de Marcelo Diamand: “Doctrinas económicas, desarrollo e independencia”, Paidós, 1973 pg. 122.
Humberto Zambón
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