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Del Libro de las Horas cae una postal, una vieja postal que reproduce una imagen habitual del París turístico: el título en castellano es “Los vendedores de libros del puente de la Tournelle”, y pertenece a la serie “Colores y luz de Francia”. En la ilustración, que se puede conseguir en cualquier kiosco de la ciudad, se ven gente vestida con la moda de las primeras décadas del siglo XX -galeras y sombreros, sobretodos oscuros y largos, bastones-, algunos puestos de venta de libros y cuadros apoyados sobre el parapeto, y al fondo la Catedral de Nôtre Dame.
Al dorso de la cartulina, con una caligrafía cuyo dibujo parece imitar el humor de su autor, se expresa el deseo de que la selección argentina triunfe en el inminente mundial de fútbol que se jugará en Buenos Aires al mes siguiente. La postal está fechada un día de mayo de 1978 y lleva sólo una firma: Jorge.
Dice que no quiere “dejar pasar el acontecimiento” no sólo para saludar “sino también para animarte, a ti y a los jugadores de la Argentina para que ganemos también, en el foot-ball”. Así escribe el nombre del deporte y uno puede imaginarlo con una sonrisa, esa sonrisa que nunca abandona a su dueño ni aun en los momentos más dramáticos.
Como aquel domingo 28 de agosto de 1972 cuando subió al lugar acostumbrado, vestido de blanco con motivos rojos y miró a la gente congregada a su alrededor y pronunció su mensaje: lo hizo como si él fuera el presidente-dictador-general del país de entonces y pidió perdón en primera persona por un fusilamiento ocurrido días atrás allá en el sur, por el aumento de la cantidad de pobres y por la compra de armamento cuando con ese dinero podría aliviarse el hambre de los marginados. Cada uno se retiró conmovido: esas palabras llegaron lejos, incluso algunos volvieron luego con grabadores pues querían apresar el mensaje y hallar alguna forma de posible condena. Su sonrisa, entre estupefacto y sobrador, no lo abandonó tampoco entonces.
En la postal habla también de sus numerosos viajes por ese continente ajeno, y ésa es la causa de no haber escrito antes, “pero no podía dejar aunque sea de mandarte esta tarjeta del 'tout Paris' y de alentarte para que nos llevemos la Copa”, sostiene convencido, con una confianza socarrona en un triunfo que excede lo deportivo.
Explica que extraña mucho, pero “trabajo también mucho” y envía saludos a “la Linda, a los familiares, a los amigos... a todos”. Meses después otros amigos traerán algunos casetes con grabaciones de mensajes más específicos, siempre esperanzadores, siempre con la confianza en un futuro mejor.
No alude para nada a su ida forzosa, luego de otro domingo, pero de mayo de 1976, en el barrio cercano a San Miguel y al Colegio Máximo donde habló del embajador de los Estados Unidos, Robert Hill, y recordó al emperador Nabucodonosor cuando invadió Israel, destruyó Jerusalén y deportó a parte del pueblo judío a Babilonia. En estos días de 1978, él se siente en Babilonia, a la espera del regreso a su tierra querida y piensa con alegría que forma parte de ese “resto de Israel” que soportó el exilio y volvió a su país para liberarlo.
No hay dolor ni tristeza en las palabras de la tarjeta, que parecen hoy tan frescas, como si refirieran a cosas de todos los días. Dice, al final que “por esta vereda de la postal paso siempre... por eso te la mando, y a la Catedral voy todas las semanas”, aclara para que el corresponsal no olvide su vocación contemplativa.
La postal tiene una respuesta, otra tarjeta similar. Esta segunda ilustra al Obelisco de Buenos Aires, desde donde es despachada. En su texto, quien escribe responde con sus raíces en la nostalgia de un país ocupado, incomprensible, metálico, hostil. Con un intento de humor de dudosa eficacia, en un momento dice que él también pasa a diario por ahí, pero bajo la superficie, en el subterráneo, rumbo a su empleo en una editorial a punto de ser investigada por inspectores de la DGI que la van a dejar al borde de la quiebra. No se toleran en esta época ciertos libros, ciertas publicaciones por cuyos títulos o autores hayan debido abandonar vidrieras, escaparates y librerías. Las amenazas llegan a los sótanos, a las catacumbas, y lo que no puede resolverse con violencia se consigue con auditorías contables.
La postal desde Francia es breve y no dice mucho más: su texto puede resumirse en algunos deseos, poca información de quien escribe, saludos. Es algo formal, como un texto básico de los que aparecen en los libros que enseñan a escribir cartas, esquelas, notas, postales. Como en un libro de la vieja academia Pitman. Lo importante es lo que no dicen las palabras, eso que está entre ellas y que el corresponsal imagina, reconstruye, interpreta y comprende. Hay una proximidad a través del océano de la que ambos interlocutores son conscientes.
Después, un año después, habrá un casete con un mensaje grabado que traerán dos amigos desde París. Allí, el mismo corresponsal hablará de la esperanza, que parece inoxidable en él. De su confianza en la victoria de ese sujeto colectivo que a lo largo de la historia adquiere varios nombres, distintos, pero que, entre sufrimientos y alegrías, entre pérdidas y logros, entre sangre y sonrisas, construye una existencia libre, justa, solidaria, que “es para bien de todos”.
Parece que todo terminará el 26 de junio de 1980 en Paso de los Libres, Corrientes. Sin embargo, recién se apagará unos meses después, en noviembre, en un lugar de Campo de Mayo, Buenos Aires. Allí nada será igual porque, aun sin postales ni cintas, se le piden palabras que no pronuncia, se le exigen datos que no revela, le obligan a actos que niega con terquedad. En cambio, conforta a quienes con él, padecen la misma mazmorra.
Quizás en esos momentos habrá recordado las Coplas de Manrique, cuyos versos amaba y que conocía de memoria: “Nuestras vidas son los ríos/que van a dar a la mar/que es el morir”. Alguien, desde acá, completa ese largo poema:
“y el río fue a dar a la mar,
que es la muerte,
que es la vida que es dios que es amor”
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