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Cuando en 1582 D/C el papa Gregorio decidió cuáles iban a ser los parámetros de nuestra actual medición calendaria, poco le importaron los antecedentes de otras civilizaciones y culturas vecinas como la oriental o la judía, y menos aún la de los bárbaros de ultramar Mayas o Aztecas.
Por entonces la globalización era más precaria y lenta que la actual aunque no menos efectiva.
Lo prueba que a los rusos les llevó casi cuatro siglos enterarse que su revolución de octubre la midieron en noviembre.
Por su parte, los británicos se resistieron más de doscientos años al nuevo almanaque y los franceses, revolución mediante, por un ratito usaron uno propio.
El caso es que sea por convención, por conveniencia comercial o de pura abyección colonizante, hace ya unos cuantos lustros que casi toda la humanidad adoptó el 31 de diciembre como recodo.
Y entonces aquí estamos. Uno y cada uno.
Haciendo balance, sopesando y augurando genuinamente - la mayoría lo hace de buena leche- volitivos deseos de bienestar.
Y está muy bien, porque es reconfortante y necesario.
Sobre todo para quienes en el año que se fue hemos perdido algo (o algos).
Sea trabajo, posibilidades de estudiar, de seguir un tratamiento médico, vacacionar, ver fútbol por tv, comer un churrasco con amigos o cosas por el estilo.
En lo que a mí respecta, iniciando mi sesenta ava órbita al sol, debo decir que el que terminó ha sido el peor año de mis últimos cuarenta.
La cifra no es difusa. Estriba en la similitud de los daños que sufrí a partir de aquel discurso de Martínez de Hoz y este de Prat Gay.
Cualquier simplista concluiría en que no conviene tener ministros de doble apellido.
Es posible. Pero menos conveniente aún se ha revelado habilitar atavismos mediante el voto popular.
Seguramente haya sido ésta la novedad de época. Una mayoría ínfima, pero mayoría al fin, disparándose al pie por recomendación de la derecha.
Novedad no casual que hemos visto repetirse en Colombia, en Inglaterra y hasta en EEUU.
Y que cual poción mágica cientistas, psicólogos, sociólogos, politólogos y otros tantos ólogos pagos por el poder mundial han bautizado y recomiendan como “post verdad”.
¿Que qué es? Que te miento, que luego niego que te mentí y más tarde niego que negué que te mentí. Finalmente yo hago lo que quiero y vos quedás colgando de la brocha.
Siento que así pasamos todo el 2016. En un rio revuelto sin caña y sin lombrices.
Pero ahora, merced a los dictados del tal Gregorio, inauguramos un nuevo año. Y aquí, al sur del sur e inspirados en el modelo greco-romano, volveremos a tener elecciones.
A mi modesto entender ésta es la mejor noticia que se me ocurre compartir de los últimos doce meses.
Y es que en diez más, como sociedad tendremos la oportunidad de suturar aquel balazo al pie que por inducidos, confundidos, engañados o enojados, nos está desangrando.
No dudo que podría haber sido peor de no mediar marchas, plazas, paros y protestas que evitaron un retroceso mayor.
Pero la posibilidad de empezar a detener esta sangría en las urnas puede ser sin duda una bisagra para recuperar lo perdido y volver a que la Patria sea el Otro y no De otro.
Por ello para este 17, que los cabuleros bautizan como la desgracia, mi anhelo de un año con el Pueblo reunificado tras sus históricas banderas de Justicia Social, Independencia Política y Soberanía Económica, y mis deseos de una Argentina de Todos y no solo de CEOs.
En todo caso, y si son supersticiosos, que les toque ahora a ellos lidiar con sus desgracias.
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