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Transcurrieron 15 años de la renuncia de Fernando De la Rúa. Su abrupta salida dejo una marca duradera en el régimen político argentino. Las jornadas del 19 y 20 de diciembre se transformaron en momentos asimilables a otros días clave de nuestra historia reciente. Equivalente al 17 de octubre o al 10 de diciembre. Se transformaron en fechas fundacionales. De ruptura.
Sin duda hace década y media los argentinos enfrentaban un Estado en bancarrota. Un Estado que paradójicamente tuvo su último reflejo de violencia inusitada, desde el estado de sitio hasta la acción represiva de esos días que dejo centenares de heridos y decenas de muertos.
En ese tiempo hubo una presidencia que defecciono, produciendo una prolongada época de desconfianza. En gran medida era el resultado de la política de partidos cartelizada. Entonces la dirigencia política, empresarial y gremial generó un verdadero cartel para la continuidad de las formulas neoliberales inauguradas en los años ‘90. Ese gobierno se desacredito y perdió eficacia frente a la calle. Le siguió un conjunto de movilizaciones y actores que proponían formas inéditas de pensar y accionar la legitimidad democrática. Una legitimidad basada en voces nuevas y lazos diferentes. Sus actores constituyeron varias “sociedades” frente a un gobierno desorientado y de partidos que habían extraviado su sentido representativo. Lo viejo de la política se sumía en la confusión que a pesar de todo decía ser el baluarte de la institucionalidad democrática. Ciertamente, antes de la renuncia presidencial hubo desde arriba mucho desconcierto y más negación, sobre todo en entender y canalizar a esa parte importante de la ciudadanía que había elegido el camino del voto en blanco o nulo. Lo mismo que frente a un alto abstencionismo electoral en la contienda del 14 de octubre del 2001. Mucho de la inestabilidad de diciembre se explica por esas elecciones de medio tiempo para la Alianza. De hecho diciembre del 2000 ya estaba dando males señales al gobierno de De la Rúa.
Semejante crisis expuso algo distinto y reciclo piezas de la política gastadas. Fue un momento en que todo prometía vivir su hora extrema. Hubo una extraordinaria e intensidad de lo social. Las “bases” o el hombre de a pie parecía marcar el rumbo del momento. Casi todos creían que con la impugnación de todo lo que estaba un escalón más arriba era suficiente para pensar el futuro. De allí esas formulas desmedidas en sus movilizaciones inorgánicas. Igual que las utopías en sus muchas voces y promesas de horizontalidad. La palabra asamblea brilló. Por eso también hubo convencidos de que aquel activismo era la flema de una verdadera revolución social y política. Los “revolucionarios” parecían ocuparlo todo, mientras poco se decía de aquellos que tenían miradas muy acotadas, cuyo único deseo era recuperar o acceder a un patrimonio confiscado y devaluado. Ciertamente, la retención de ahorros y la falta de moneda hicieron mucho por exasperar a grupos que siempre fueron conservadores.
Aquel diciembre hizo más: dio paso a varios meses de furia, aunque también de cierta esperanza. Aun en las miradas más optimistas resultó desgarro y bisagra para la historia argentina de un siglo que recién asomaba. También para una democracia que entonces no había cumplido dos decenios. Igual que para el ejercicio del presidencialismo rioplatense que ya contaba en su historia con el primer gobierno de la restaurada democracia que fue inestable en sus dos últimos años y provoco la salida anticipada de Raúl Alfonsín. Aún así esa retirada fue parte de una dinámica novedosa para el régimen político como el argentino. Se podían dar ciclos de inestabilidad que eventualmente llevaran a la renuncia de los presidentes sin que el desenlace fuera de colapso del sistema democrático.
Lo ocurrido en 1989 genero lecturas pesimistas respecto al futuro de la democracia en nuestro país. Los dos primeros años de Menem presidente parecían confirmar esa perspectiva negativa. Sobre todo frente a las acciones militares aunque residuales de los carapintadas y la continua crisis económica. Algo distinto sucedió con la ruptura del 2001. Ciertamente, al poco tiempo la politóloga Ana María Mustapic público un texto académico que proponía explicar las novedades y de alguna manera, ofreció una mirada que podría decirse optimista respecto a los resultados finales de aquellos eventos. Destacaba que el caso argentino sumaba a las numerosas renuncias de presidentes ocurridas en varios países latinoamericanos desde la década del ‘80. Entonces se podía ofrecer una imagen de conjunto, valida tanto en la experiencia local como en la continental. Recordemos que años después del derrumbe presidencial de la Alianza ocurrieron otros casos muy resonantes de presidentes que interrumpieron sus mandatos. Sólo mencionar Honduras, Paraguay y el más reciente Brasil. Casos que cuentan por renuncias obligadas, ya sea por presión de factores de poder no democráticos o a través de juicios políticos viciados de legitimidad. Vale recordar los tres interrogantes que guiaban la reflexión de Mustapic. Por un lado el por qué de la renuncia voluntaria o involuntaria de los presidentes. En segundo lugar cómo esa salida afectaba el funcionamiento del régimen presidencial. Y por último si resultado de todo aquello la democracia de elecciones libres y limpias se mantendría en pie.
Aquellas tres preguntas de Mustapic tienen vigencia. Mayormente por los capítulos de inestabilidad que siguen afectando a muchas presidencias de nuestra región. Brasil de estos días es un buen ejemplo. La Argentina igual, sobre todo cuando cuenta con una presidencia que parece encontrarse con fuertes escollos en cuanto a sus pretensiones originales. No sólo hablamos del capítulo del derrumbe económico, que aún no llegó a su piso. Referimos sobre todo a su momento institucional. En ello cuenta los traspiés parlamentarios y los costos políticos nacionales e internacionales de la detención ilegal de la dirigente social Milagro Sala. Si a esto se suma la autocomplacencia pretensiosa de un presidente al calificarse con un 8, hay elementos para un coctel de sabor amargo como el que ofreció el primer año de la gestión de Fernando de la Rúa.
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