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Desde el ataque sorpresa de Hamas el 7 de octubre de 2023 y la respuesta genocida de Israel en Gaza y los Territorios Ocupados en los meses siguientes, el peligro de una conflagración general en Medio Oriente, con consecuencias devastadoras en el mundo, ha estado en la agenda de las grandes potencias. Algunas buscan evitarla y otras parecen caminar ciegamente hacia el abismo.
Las Naciones Unidas demostraron su completa caducidad. El Consejo de Seguridad, con el permanente veto cruzado de los cinco vencedores de la II Guerra Mundial, fue incapaz de ordenar un alto al fuego o la ayuda humanitaria a Gaza.
Y cuando lo hicieron, Israel, como ha ocurrido en los últimos setenta y siete años, incumplió las resoluciones de la ONU, sin ninguna consecuencia.
Ni siquiera la condena del Tribunal Internacional de Justicia ni las masivas y crecientes protestas populares en EE.UU. y la UE lograron que se detenga el flujo de armas y municiones con que el estado hebreo ha cegado ya la vida de más de 34 mil civiles en la Franja y Cisjordania.
Por ello, la guerra se ha extendido igual, en la medida en que se extendió la matanza.
Desde octubre de 2023, el intercambio de fuego de artillería y misiles entre Israel y Hezbollah, en el sur del Líbano, no cesa de escalar y unos 130.000 israelíes han sido desplazados de sus asentamientos.
Desde mediados de noviembre, en apoyo a la resistencia palestina, los hutíes lanzan desde Yemen ataques contra la navegación en el Mar Rojo, “hasta que se establezca un cese al fuego en Gaza” según señalaron su autoridades.
EE.UU. y Gran Bretaña enviaron inmediatamente fuerzas aeronavales para proteger la ruta. Desde el 3 de febrero de 2024, ambos países iniciaron operaciones aéreas contra Yemen, sin mayores resultados. El comercio internacional sigue hoy casi completamente paralizado en el Mar Rojo.
El gobierno de Benjamin Netanyahu, tras seis meses de brutales ataques en Gaza, parece encerrado en un laberinto: sin haber logrado ninguno de sus objetivos enunciados -la eliminación de Hamas y la liberación de los rehenes- sin un plan para el día después, aislado internacionalmente y con una oposición política nuevamente en marcha.
Ante semejante presión, el “Rey Bibi” decidió fugar hacia adelante. El 1 de abril, mientras miles de ciudadanos se manifestaban pidiendo su renuncia, aviones israelíes bombardearon el consulado iraní en Damasco, matando a 11 personas, entre ellos dos generales de la Guardia Revolucionaria y otros cinco oficiales persas.
De acuerdo a las leyes internacionales, un ataque a una sede diplomática es uno a territorio propio, un casus belli.
La decisión de EE.UU., Gran Bretaña y Francia de no condenar el ataque israelí en el Consejo de Seguridad (aunque días después esos mismos países condenaron enérgicamente el asalto ecuatoriano a la embajada mexicana en Quito, donde no murió nadie) no dejaba a Irán más que una respuesta militar.
Benjamín Netanyahu se acerca a su sueño dorado de empujar a EE.UU. a una guerra con Irán, por la que viene trabajando desde su ascenso al poder en 1996.
Los iraníes informaron al presidente Biden, por los canales informales, que no harían ninguna acción si EE.UU. lograba un alto al fuego permanente en Gaza.
Tras 12 días de infructuosa espera, el sábado 13 de abril, con el fin del Ramadán, lanzaron un ataque con drones y misiles contra bases militares en Israel.
El ataque iraní fue pensado como una respuesta política más que militar. Los 331 misiles y drones –la salva hasta ahora más grande de la historia y a 1600 km de distancia- son en realidad una sutil carga de mensajes a Israel y los Estados Unidos.
Los objetivos fueron instalaciones vinculadas al ataque a Damasco, la base aérea de Nevatim, desde donde partieron los F-35 y una base de inteligencia y rastreo electrónico en los Altos del Golán. Se evitaron las bajas civiles y aún las castrenses, dando sobrado tiempo para proteger al personal.
Su aspecto militar más relevante fue informativo. Buena parte de los 187 drones eran señuelos, que junto a los misiles balísticos dan a Irán un mapa de las defensas aéreas israelíes y un cálculo del punto de saturación del sistema.
Fundamentalmente se demostró que sin la asistencia de EE.UU. y sus aliados, la defensa anti misilística israelí puede colapsar rápidamente.
Y el mensaje político es más claro y preciso: Irán no quiere escalar el conflicto en Medio Oriente pero su política de “paciencia estratégica” ha concluido. Responderá con toda su fuerza a las agresiones israelíes.
Igualmente, puso en tensión la contradictoria política estadounidense de a la par apoyar a Israel, terminar el conflicto en Gaza y evitar una guerra regional. Como en Ucrania, Biden está atrapado en los dilemas que su propia Administración crea.
Hasta ahora la posición de EE.UU. y de sus aliados fue advertir a Netanyahu que no acompañarán un ataque contra Irán y que es necesario abrir vías diplomáticas.
Pero esto siempre puede cambiar. La presión de los halcones neoconservadores estadounidenses y de la extrema derecha religiosa en Israel será muy fuerte en estos días.
Qué hará Netanyahu es difícil saberlo. Ha logrado mover el eje de la atención internacional fuera de Gaza, a esta altura su fracaso moral y militar.
Pero la guerra encubierta contra Irán ya no lo será más. Los misiles del 13 de abril han cambiado el escenario.
Lamentablemente, si Netanyahu cree que sólo la guerra puede ayudar a su sobrevivencia política, hay suficientes pirómanos dispuestos en Israel y los EE.UU. (y también esperpénticamente en la lejana Argentina) para que ella finalmente ocurra.
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