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El radicalismo será socialdemócrata o no será nada. Tal es, a estas aciagas horas que vive el "centenario partido", la disyuntiva existencial que enfrentan unos dirigentes que, mayoritariamente, no parecen estar a la altura de la exigencia histórica.
La mediocridad tiene siempre variopintos indicadores. Uno de ellos es la imposibilidad de discutir sobre ideas en vez de hacerlo sobre personajes y personitas y sobre la flor en el ojal o la sonrisa de un tal por cual. Hoy se hallan, hijos y entenados de Alem, enfrentados a una encrucijada débil si no fuera algo peor: una encrucijada estúpida: ir o no ir con Milei. Pero el error lo cometieron antes, por eso ahora Milei les toca el tujes. Se aliaron a la derecha después de hacer una lectura de la realidad que Alfonsín no hubiera hecho: consideraron que la síntesis de lo que ocurría en el país era "Venezuela o democracia", y se fueron en pos de la democracia a los brazos de... Macri!
Los asustó el 2001 porque siempre al medio pelo lo asustan unos negros desbocados que irrespetan hasta lo más venerable. Pero si conocieran la Argentina y a su pueblo y si hubieran captado el sentido de lo que había ocurrido en Latinoamérica y en el mundo en el siglo que fenecía, en vez de asustarse habrían reflexionado.
Alfonsín no hubiera creído que el kirchnerismo era una amenaza totalitaria. Lo habría corrido por izquierda afianzando y consolidando el perfil "II Internacional" que él intentó adquirir para la UCR. Y estaba en mejores condiciones que el kirchnerismo para ofrecer las ilusiones que nuestra sociedad reclamaba después de haber conocido el infierno: libertad, moderación y derechos humanos como premisas del crecimiento y la prosperidad. El rédito mínimo que esa opción ideológica hubiera rendido habría sido que el radicalismo nunca hubiera corrido peligro de extinción ni tenido que ir a refugiarse de la ira popular entre las percudidas cobijas de un lumpen que se aventuraba a la política después de haber fracasado en los negocios, con el epifenómeno de que hoy el radicalismo no estaría discutiendo si apoya o no a una ultraderecha que está en las antípodas de lo que históricamente fue la UCR.
Hablan todo el tiempo del "pacto de la Moncloa", pero no atinan a darse cuenta de qué es lo esencial que ocurrió y ocurre en España. El PSOE nunca demonizó a Podemos, pues esa es tarea de la derecha nucleada en PP y Vox. Y Pedro Sánchez, incluso, invitó a cogobernar a esa formación "chavista". El resultado es que hoy Pablo Iglesias es un dirigente con la credibilidad deteriorada y España no se ha vuelto totalitaria, antes bien transita, rampante, por los derroteros atlantistas que EE.UU. les exige a sus satélites europeos.
Aquí, uno escucha hablar a Sanz, Negri o Lombardi y dan vergüenza ajena. Hombres de nítidas confusiones, lo único firme que exhiben es su inoxidable asco hacia todo lo que sea barro, conurbano y pobreza y su repetida letanía de que "la culpa es del populismo".
Lo cierto es que se abre una impensada ocasión histórica para que el radicalismo intente una segunda resurrección, lejos de innobles aparcerías de apuro a las que tuvo que recurrir más por terror que por amor. Debería tratarse de una vuelta a los orígenes. Nació, esa UCR, clamando contra el fraude y la corrupción política y enarbolando unas banderas que, aún y a despecho de que la materialidad del proceso histórico ha mutado en escala copernicana, siguen teniendo vigencia. La democracia y los derechos humanos bien pueden ser hoy compatibles con una oposición tenaz hacia todo lo que signifique riesgo de totalitarismo, y eso es, en otras latitudes que exhibe la globalización capitalista, el perfil de las socialdemocracias del siglo XXI.
Claro que todos los programas y todas las doctrinas requieren de las personas que deberían llevarlos a cabo. Pero aquí también para el radicalismo, no todo estaría perdido. Los nombres y las trayectorias, están. La virtùmaquiavélica, como la graciaagustiniana, suele soplar sobre ciertos hombres y mujeres, no para inspirar virtudes cristianas sino virtudes políticas. Los individuos, los pueblos y los Estados (podemos agregar los partidos políticos), que cuentan con virtù no lograrán la inmortalidad, pues ésta no existe, pero pueden acceder a la gloriacomo sustituto y recompensa. Enrique Nosiglia, Yacobitti, Lousteau, Storani y Suárez Lastra se insinuarían como los nombres de una regeneración radical que pugna por realizarse en clave socialdemócrata. Si no fuera la gloria lo que les esperara, por lo menos sería la dignidad de haberle hecho un homenaje a Raúl Alfonsín, del que se dicen tan tributarios. Y si además, de ese modo, se erigieran en obstáculo adicional contra las excrecencias bolsonaristas, le habrían hecho, de paso, un servicio al pueblo. A todo el pueblo.
Lo que viene ahora en la Argentina es un hombre que no le debe nada a nadie. Sobre todo no le debe nada a Cristina, razón de más para que ésta no se distraiga. Massa es un "príncipe nuevo" para decirlo en términos de Maquiavelo. Y este novato, según el ilustre florentino, "...no debe observar todas aquellas cosas por las que los hombres son estimados buenos, ya que necesita a menudo, para mantener el Estado, obrar contra la fe, contra la caridad, contra la Humanidad y contra la religión. Le es, pues, preciso, tener un ánimo dispuesto a girar según los vientos y variaciones de la fortuna le ordenen y.... no apartarse del bien mientras pueda; pero saber entrar en el mal, de necesitarlo..." (El Príncipe, cap. XVIII). Y más aún. Al jefe de Estado cualquiera sea la forma de gobierno de ese Estado, le basta sólo fingir que posee las cualidades que los hombres llaman virtudes, pero no es necesario que efectivamente las posea. Pero en cualquier caso tiene que estar dispuesto a abandonarlas cuando el bien del Estado lo requiera.
Curiosamente, el azar (Marx llamaba a este azar "lucha de clases") ha querido que, en la Argentina, el ajedrez político haya quedado en la penumbra y a cargo de dos hombres (Nosiglia y Massa) enfrentados pero no enemigos que conocen muy bien y hasta tal vez guíen su conducta pública, por este axioma del cientista político florentino: "Es fácil que la fuerza y el poder se ganen una reputación, pero no es fácil que una buena reputación sirva para ganar fuerza y poder".
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