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Entre quienes escriben poesía siempre sobrevuela esa cita, convertida casi en máxima, de Vicente Huidobro con eso de que “el adjetivo, cuando no da vida, mata”. Y de pronto aparece, tras varios años de prosa, un nuevo libro de poesía de Ricardo Costa, y retornan esas adjetivaciones sorprendentes por su potencia metafórica. Más todavía, sus libros han llevado títulos de dos palabras (sustantivo más adjetivo), secos, sin mayor información ni contexto. Es que ambos, información y contexto conviven en ese binomio délfico.
Por caso Danza curva; Veda negra; Mundo crudo; Golpe manco, son algunos de sus libros de poesía. Y Fauna terca, su primera novela. Y en Joya doméstica,este libro con que regresa su poesía a los anaqueles de las librerías y, espero, de las bibliotecas particulares, Costa también ejerce ese arte de adjetivar: guerra cruda; pampa rasa; vuelo espeso; lluvia antigua; toque liviano son sólo algunos ejemplos. Funcionan como puntos de condensación de sentido que hacen tropezar la lectura y obligan a quedarse en esas palabras que logran espiralar la tensión del poema.
El poeta compensa esta densidad con otro recurso: el corte de los versos independiente de la puntuación necesaria o de la pausa final establecida. Con esto, hace transparente el ritmo, infunde musicalidad a un poema y lo sustrae de la simple lectura silenciosa.
Además están los rasgos clásicos en la poesía de Costa: una racionalidad que antes lo colocaba próximo a Alberto Girri, como en “O tal vez no sea el agua un lenguaje en sí mismo, /sino el efecto que logra una idea/sobre los elementos”(“Humo blanco”). Sin embargo, en este poemario la cercanía es con Roberto Juarroz: un Juarroz “patagónico”, con otro lenguaje pero el mismo ejercicio de la paradoja: “Si la decisión es perderte para siempre,/es probable que el horizonte se convierta/en una línea engañosamente curva.” (“Idioma universal”). O “Como ese vuelo espeso que ahora obliga a levantar la cabeza/para ver cómo el cielo recobra su luz,/mientras lo turbio se disipa”(“Humo blanco”). En estos versos acaso sobrevuele la poesía del querido Alberto Fritz.
En los poemas alguien le habla al protagonista del poema: le dice qué hace, qué ocurre, dónde está. ¿Espejo del poeta? ¿Desdoblamiento que le sirve para explicarse? ¿Necesidad de afirmar su existencia? ¿O simplemente una visión desde otra realidad, desde un mundo paralelo que le permite desplegar ese erotismo distante y calificar los gestos del amor en una pareja de años?: “... antes de que los cuerpos oscurezcan/ y el frío lo pueda todo”, (“Este encanto”). Está casi en el borde de ser un testigo imprudente del encuentro amoroso de parejas jóvenes o de gestos y ademanes de muchachas anónimas (“Algo tuyo”, “No cede”, “Lado Be”, “Casa abierta”).Y también recuerdos de su infancia, o de la fotografía perdida o escondida justo en el poema VII de Trilce, un libro de Vallejo que ha sido fundamental en la formación de Costa como poeta. Es decir, hay una confluencia entre esa foto de los veinte años y el inicio de su trajinar poético; y es más, mucho más que volver a las fuentes. Él parece decir, “yo soy éste, yo empecé aquí”. Y la declaración funciona como legado ciego para quienes (él lo sabe) no leerán jamás ese libro.
Ricardo Costa: Joya doméstica. Rada Tilly-Comodoro Rivadavia, Chubut, Espacio Hudson, 64 páginas.
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