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En estos días, precisamente el 2 de septiembre, por una reglamentación oficial, se fijó como día de la poesía neuquina, en un claro homenaje a Irma Cuña, nacida ese día en esta ciudad en el año 1932. Aunque se trata de una cuestión formal, es posible aprovechar esta oportunidad para estimular y alentar la lectura de la obra de esta poeta, una obra maravillosa, luminosa, que duerme agotada en las bibliotecas particulares y padece de una injusta y casi total ausencia en las librerías. Leer su poesía resulta, en estos días aciagos, un acto de resistencia y a la vez de afirmación de que otro mundo es posible, que podemos y nos merecemos una existencia mejor, más libre, más creativa, más justa.
De sus libros, solamente está disponible (y acaso con escasa posibilidad de circulación) la antología que hizo y prologó Irene Gruss con el título de Pasajera del vientoy publicó el Fondo de Cultura Económica. Una edición cuyos ejemplares esa firma atesora en sus depósitos sin entusiasmo por difundirla. Y nada más.
Para leer a Irma Cuña, entonces, habrá que recurrir a bibliotecas públicas, internet, antologías parciales, y otros recursos. Como ella murió un año en que todavía las redes digitales no existían, casi no hay fotografías, videos, charlas de ella. Pero nos queda la memoria.
Entre sus libros, sobresale El Príncipe, compuesto a mitad de los años sesenta entre México y Buenos Aires que permaneció escondido por más de tres décadas en una caja archivo y apareció casi epifánicamente al finalizar el siglo pasado. Cierto: Irma Cuña contaba que un día mientras revisaba sus papeles viejos, encontró el original de ese largo poema abandonado y sobreviviente a exilios, mudanzas, traslados, penas y alegrías.
La edición del libro no fue casual; justamente ocurrió en un momento histórico en que ella estaba presionada para convertirse en la poeta oficial de la provincia. Sin embargo, quería despojarse de ese rótulo con que había anunciado su primer libro y que se había convertido en motivo de recitados escolares, gracias a un procedimiento de identificación entre la poeta, el paisaje patagónico y la provincia. Además, por la trascendencia nacional e internacional de su obra poética y crítica, posicionaba la institucionalidad neuquina en el concierto de la cultura transpatagónica. No era poco, y por eso ella decía, en un juego de palabras irónico propio de su humor, que no quería ser recordada por “Neuquina”. Y El Príncipele vino de perlas pues, en efecto, significa un viraje absoluto en su poesía.
Si bien en este libro los versos mantienen los recursos habituales (imágenes constituidas por sustantivo más adjetivo, o sustantivo más preposición más sustantivo) y metáforas extraídas del paisaje, aquí hay otra vertiente, quizás otra Irma Cuña. La Irma Cuña plural, ya que no esa mujer que había salido de su lugar natal a plantar su raíz en el mundo. En efecto, ya no es el desierto, tampoco el valle, tampoco la meseta. Es la selva y su exuberancia; es el trópico y su fascinación; es otra historia de pueblos aborígenes. Por eso su poesía se escapa de su forma anterior, se abre ancha y sin orillas.
Rompe el ritmo que alentaba sus poemas, abandona la rima y mezcla métricas diferentes. Sus versos caen como hojas cargadas de humedad verde: están las lianas, las flores y los pájaros de la selva mexicana. En estos poemas aparece el cenote, esos pozos de agua bautizados por los mayas de Yucatán como dz'onot, tzonot o Ts'ono'ot. En un pasaje el príncipe verá “brazaletes de amatistas en el fondo del cenote”. Menciona el estuco mexicano como material para la escultura (la cabeza del príncipe); el jade y el cuarzo (que son piedras también presentes en el paisaje patagónico):
Quien levanta del suelo catedrales de hojas
y melenas de sauces
y mis sentidos
está
detrás
mirándome la nuca:
el guerrero maya,
el desarmado.
Y aunque vuelve sus ojos
hacia un blanco laberinto de pájaros y cruces
(ciego en el pico del ave,
con dos palmas en los hombros opuestos)
ve un paisaje de cal y huesos secos
y un pozo verde que le refleja el sueño.
Aderezado por la muerte, con un curvo penacho
y dos dientes de jade,
ha aprendido
la huella de la flor en la tiniebla
y el oído de greda de los árboles.
Ya no lo mueve
en el ocaso abierto o la mañana
su corazón sin pecho
la hendidura
que tiene su mejilla vertical. (p. 11)
En este poema comienza el relato del mito, prologado con una dedicatoria “a mis entrañables amigos mexicanos”. El príncipe actúa como un demiurgo “desarmado” que vive en una suerte de simbiosis con el mundo animal, y que ha trocado el sacrificio humano con efusión de sangre por la ofrenda de flores y aves. Esa simbiosis en realidad es una hermandad que viene de otro tiempo. Así la poeta se pregunta:
… separado
¿cómo fuiste antes del tiempo?
Visión sin aromas,
miraste
un continente de cuarzo,
mientras el jade de tu boca
rodaba
de diente en diente
como un hueso de sombra
que no acababas de tragar. (pág. 15)
Este demiurgo que es el príncipe protagoniza el relato del mito que elabora Irma Cuña. El mito salta los siglos y viene, desde antes que esa civilización fuera arrollada por la conquista, hasta hoy. Ese salto establece un contacto directo entre los primeros y los actuales indígenas.
Este poema representa, como dije, un viraje en la obra de Irma Cuña. Evidentemente sus imágenes y sus metáforas están aquí, tienen su marca personal, el sello de su estilo. Sin embargo ese régimen de sustantivo y complemento tiene una torsión, una condensación de sentido: es el abandono de la austeridad, del despojo de un paisaje duro y a veces hostil. Lejos está el “viento terco” de Neuquina. Al contrario, aquí hay una sucesión de elementos que configuran un nuevo sabor y un nuevo sonido a su poesía. Eso ocurre en este largo poema que resume esto que estoy diciendo. Espero leerlo y respetar este ritmo que con tanto cuidado, supongo, le impuso la poeta:
Príncipe
como primero
y como dos.
Príncipe
de canto.
Príncipe
del principio
fugaz.
Ondula
el pedúnculo
pesado
de capullos.
Movimiento quieto
sandalia de pies-raíz.
Penacho de mazorca
no das grano.
Sólo el verde brote negro.
(Brazaletes de amatistas en el fondo del cenote).
Pulmón pequeño
respiras
tras el escudo de plumas.
Pájaro
incapaz.
Lo terrible
es que nunca
te desnudarás para dormir.
Eternamente
has calzado el pico
entre los ojos,
como otra quilla de sueño.
El príncipe está muerto
bajo el curvo pétalo.
El príncipe
como un caracol adentro
como una calabaza hueca
como un corazón
del revés.
Sólo un bulto de estuco
el príncipe
ciego.
Los ángeles
blanden la gracia
o la espada de oro.
El príncipe
pertenece a otra estirpe.
Mira un cáliz transparente
bajo la sombra floral
y no puede recordar
su huella
en los templos.
El príncipe
niega el espejo.
El príncipe
me ha dicho un silencio
que no tiene peso
y que pesa tanto.
¡Oh príncipe!
Cara de cal opaca,
punta embotada, máscara sin piel.
Bienamado. (página 19)
Quizá por eso concluye, en el final de este largo poema, que “El príncipe permanece./No cae... Y ya es el otro”.
(El Príncipe, Comodoro Rivadavia, Editorial Universitaria de la Patagonia, 1999)
Este texto se leyó en un encuentro de homenaje realizado el 2 de septiembre de 2023 en el espacio que lleva su nombre, en el barrio Rincón de Emilio. Participaron de la actividad, organizada por la secretaría de Extensión de la Facultad de Humanidades de la UNCo a cargo de Daniel Bagnat, los poetas Carina Rita Medina, Raúl Mansilla, Ricardo Costa y el autor de esta nota.
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