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Un ordenamiento jurídico
que trate de
El derecho suele ser el lugar donde nace, de manera definitiva, la posibilidad de un mundo moral, así como la impugnación in totum del punitivismo nunca puede superar el estatuto de sana corriente académica.
Ello se debe a que sentenciar es gobernar un poco. Y así, entonces, nadie debería dejar de preguntarse: ¿qué pasa por la cabeza de unos jueces que se ven ante la encrucijada de hacer justicia con una banda criminal de hombres violentos abrumados por un inusual caudal de pruebas que parece incriminarlos sin atenuantes? Pues en la Argentina, desde la localidad de Bernardo de Irigoyen, en la provincia de Misiones hasta Chepes en la de La Rioja; y desde Salta hasta Ushuaia, abren sus puertas, todas las noches, centenares de boliches adonde concurren miles y miles de hijos que serán, algunos, como los de Zárate, en tanto otros vivirán, mañana, seguramente, como personas de bien. Conviene no perder de vista este fenómeno. El progresismo que se desentiende del gobierno de la cosa pública y el que, sobre todo, no atina a ponerse en el lugar del que tiene que gobernar para que el presente y el futuro de los hijos se parezca a algo plausible y humano, debería reflexionar un poco sobre el concepto de verdad en ciencias sociales y cómo hacer de esa verdad algo asequible a todos o a unos cuantos.
Esto viene a cuento a propósito del crimen abominable que perpetraron los así llamados “rugbiers”, que no delincuentes, que eso serían si vivieran en la villa. Y decimos que aun con el liberal código penal que nos rige, cabe la perpetuidad, sin que, en el caso de los criminales de Zárate, quepa internarse en los sinuosos meandros que plantea la ejecución de la pena. Veamos.
No podemos ni debemos aventurarnos a juzgar aquí unas eventuales intenciones extrajurídicas y de largo plazo con que la querella habría encarado (a estar a últimos intempestivos trascendidos informativos) la representación de la parte damnificada por el crimen que tuvo como víctima a Fernando Báez Sosa.
El delito penal se define, en los sistemas demoberales de occidente, como toda acción típicamente antijurídica y culpable (Soler). ¿Hay causales de exclusión de la antijuridicidad de la acción en el asesinato de Fernando? NO. ¿Hay causales de exclusión de la culpabilidad? Tampoco. ¿Hay circunstancias calificantes? Al parecer y por lo que trasciende, las habría, y serían dos, aunque con una basta para la perpetuidad. Esas calificantes serían: alevosía y concurso premeditado de dos o más personas. Luego: la sanción que establece el código penal vigente para el homicidio calificado es la perpetuidad. Es lo que legalmente corresponde y también lo que reclama la moral social, y de ese coro reclamante formamos parte. Uno de los imputados -dijo el letrado que coordina la querella- expresaba claramente, con su lenguaje oral y gestual, “analfabetismo emocional”. Si éstos están en la calle, matan de nuevo, concluyó el representante de la parte damnificada, afirmación que luce razonable, aun cuando irrelevante a los fines de atribuir responsabilidades penales por el hecho cometido.
Toda vez que resulta imprescindible determinar la autoría del delito, la dificultad para la querella es la ventaja para la defensa. Se trata del río revuelto de la confusión sobre el punto de la autoría: todos actuaron pero no se puede determinar con exactitud cuál de los individuos involucrados es el sujeto activo del homicidio o, en otros términos, si la víctima murió a causa de lo actuado por uno u otro de los victimarios. Ello así, salvo que el concepto de coautoría funcional ingrese al cuadro para resolver el nudo del problema: todos hicieron todo, es decir, cada uno hizo, precisamente, lo que resulta eficaz para matar a una persona.
Si una eventual sanción contra los criminales de Zárate redundara en mayor gravamen que el que la ley penal, en su oportunidad, les infligió a los genocidas del período 1976/1983, ello no habilita el escándalo sino que debería constituir acicate para la reflexión. Tal desbalance entre los respectivos castigos, si ocurriera, se debería no a que las leyes penales vigentes han resultado ser demasiado duras con los “chicos” de Zárate, sino a que el Estado democrático que sustituyó al Estado dictatorial en 1983, trató con benigna afinidad de clase a unos genocidas que merecían la muerte.
De modo que no se resuelven sedicentes aporías abdicando de la esencial función de hacer justicia, sino reflexionando -”de lege ferenda”- en que el justo rigor para con aquellos criminales de uniforme habría sido el derecho de la sociedad a defenderse, sobre todo, a defenderse de un liberalismo penal cuyo resultado más notorio no ha sido la realización del ideal de justicia sino, a través de los siglos y en casi todas las latitudes, que las cárceles no alberguen a quienes cometen delitos gravísimos sino que estén llenas de pobres y de seres humanos sin influencia en la política ni poder en el mercado. Videla y los genocidas tuvieron la suerte de no tropezar con un código penal redactado por juristas liberados de gazmoñerías teologizantes, que siempre e inexorablemente, culminan en la injusticia de permitirles seguir formando parte de la sociedad a autores de atrocidades indecibles e inasimilables.
De lo dañinas que pueden ser ciertas generosidades da cuenta muy bien lo acontecido en Nicaragua cuando el gobierno revolucionario sandinista tuvo que hacer justicia con los torturadores y asesinos del somocismo. Esa revolución decidió juzgar a los genocidas con el código penal vigente durante la dictadura de Somoza, y ese código no contemplaba la pena de muerte. Fue un acto de magnanimidad de la revolución sandinista, en particular, de su ministro del Interior, Tomás Borge, sostenido en su prestigio personal por su heroica y larga lucha contra la dictadura financiada por Washington. La pena máxima contenida en aquel código era de treinta años de prisión por “delito atroz”. Ello dejó en libertad, al cabo de cierto tiempo, a gente entrenada en arrancar con cucharitas de té los ojos del prisionero, a odontólogos que ponían su arte y oficio al servicio de la picana eléctrica, y a criminales de toda laya y catadura. Completaba la bonhomía sandinista, el régimen penal abierto como sistema carcelario. Muchos de los beneficiados por tal benevolencia trabajaron, luego, para Oliver North, el esbirro CIA que organizó el tráfico de drogas con cuyo producido Estados Unidos financió a los “contras” para derrocar al gobierno sandinista de ese momento, elegido en las urnas. Un caso más, por si faltaba alguno, que prueba que la generosidad in extremis no “garpa” en política, sobre todo cuando los que hacen política son los pobres del mundo o los esclavos sin pan que pugnan por ponerse de pie en clave de sol internacional, así dicen las estrofas de un poco conocido himno proletario.
Videla no es mejor que sus actos, como podrían decir las interesadas y atocinadas cabezas religiosas de todos los tiempos; Videla, como todos nosotros lo somos, es la suma de sus actos. Su sobrevida revictimizó a la sociedad y funcionó como perniciosa ejemplaridad de efecto diferido a causa de un delito que, por ausencia de verdadera justicia, se hizo permanente en esta Argentina con la consecuencia de que Tánatos desplazó a Eros hasta el día de hoy, en la cultura y las costumbres del todo social.
Madre y padre de Fernando Báez Sosa requieren que la "cadena" perpetua (que hoy no es cadena ni es para siempre) sea el modo de hacer justicia con su hijo asaesinado. Y para aquella sociedad argentina de los '70 habría sido bálsamo que los genocidas purgaran in extremis sus crímenes de lesa humanidad. De lo contrario y adicionalmente, una contradicción dura nos roe el cimiento y torna trémulo lo que debería ser sólido: si la lesa humanidad es la máxima atrocidad concebible, debería recibir la pena máxima con que la humanidad se defiende de sus enemigos. El derecho internacional de los derechos humanos fulmina tajantemente las sanciones extremas, de modo que cabría denunciar cuantos tratados inspirados en tal derecho haya firmado la Argentina.
Albert Camus, en particular solía ser, en estos temas, más epigramático que profundo. Tiene dicho que la pena de muerte es al cuerpo político de la sociedad lo que el cáncer es al cuerpo personal, pero no por eso, agrega Camus, alguien ha dicho alguna vez que el cáncer es necesario (A.C.: Reflexiones sobre la horca). Superficialidad de humanista.
En lo que a Arthur Koestler concierne, alguna vez fue condenado al fusilamiento por el general franquista Queipo de Llano; zafó del desventurado trance merced a circunstancias inesperadas, pero esa experiencia subjetiva tiñó luego (junto con su odio al igualitarismo comunista), toda su concepción abolicionista sobre la pena de muerte. Esa condena al fusilamiento habría sido, de haberse perpetrado, el crimen de un fascista; las horcas de Nüremberg, en cambio, configuraron, para la humanidad y para el resto de los tiempos, el paradigma de la justicia universal. De modo que pronunciarse en abstracto sobre la pena de muerte no es un camino que lleve a ningún buen lugar.
La tragedia de Villa Gesell que se ventila en Dolores, lastima a todos los involucrados, y escapa a estas consideraciones, aunque se filtra, por algún intersticio, en la tanática Argentina en que vivimos, como tema de urgente consideración. Aquí, la justicia que cabe es la única justicia posible: encierro a perpetuidad en los términos en que lo plantean los letrados de las víctimas supérstites. Y dolerse, a partir de aquí, de las condiciones en que los “chicos de 20” (no hay ninguno de esa edad; el único que tenía 18 era Fernando Báez Sosa) van a sufrir la ejecución de la pena, es desentenderse del derecho a alguna reparación -verdadera y no ficta- que le asiste a la sociedad y a los padres del joven asesinado por la banda criminal. Matar y castigar es una ecuación que no admite tener en cuenta sólo al segundo de sus términos clamando por magnanimidades injustas e inconducentes. Lo impide tanto la “estructura” social y su dinámica “levistraussiana”, como la concreta historicidad de la “episteme” foucaultiana. No le pidamos a un sistema íntima y básicamente criminogenético que funcione como el propio sistema dice que debe funcionar.
Y sobre todo, no hagamos silencio ante las aporías con que tropezamos a causa de nuestra propia inconsistencia ideológica. Los niños, ¿sienten la soledad? Sí, pero no la saben nombrar. Doy fe de ello. Lucio, ¿se sintió solo, o sólo lo mordió el miedo Lucio Dupuy recibió con los ojos del asombro muy abiertos, el odio de dos hetairas coludidas para cebarse en la indefensión del niño. Los niños y los ancianos siempre están indefensos, y ha de ser ese, quién lo pudiera saber, el invisible hilo de seda que une el amor secreto de abuelo y nieto. La ley que nos rige impone el máximo rigor en la sanción que debe afrontar el que mata a su hijo sabiendo que lo es. El otro hecho criminal procede de dos previas conductas deleznables; una de ellas, la de una señora (que, quiera algún dios de algún olimpo hacernos saber, algún día y de alguna forma, cómo, por qué y por quién le fue encomendada la función de hacer justicia y, encima, de pagarle un sueldo por ello), una señora así llamada Ana Clara Pérez Ballester, que cambió la custodia de Lucio Dupuy y se la entregó a una analfabeta funcional amancebada con otra de similar calaña antisocial. Ahora, el cuerpito suave y débil fue torturado y destruido por las dos escorias que lo vejaron hasta matarlo porque era varón. Y la que tiene que pagar como si hubiera actuado en descampado y en banda con las asesinas, es aquella badulaque que propició un homicidio en la persona de un niñito, un homicidio por razón de género, violencia de género, que no sólo las mujeres sufren este tipo de homicidios. Y la otra deleznable conducta que debería responder por el asesinato de Lucio ha venido estando a cargo de los delincuentes de “las dos vidas”, los que cometen el delito de impedir el aborto en la Argentina o pretenden obligar a parir (en un atentado inadmisible contra la libertad individual) y luego propician y prohijan la entrega del recién nacido a esa madre que, en su derecho, quería abortar porque no quería ese hijo.
La ejecución de la pena atañe, en principio, a los jueces, pero menos, en la práctica, a los jueces que al servicio penitenciario y la reforma de éste es utópica en la medida en que el horror del encierro es una función de la reproducción de un orden social y cultural existente. La inteligencia y la honestidad deberían inhibirnos de pretender el imposible de un capitalismo con cárceles, “sanas y limpias” que mejoren espiritualmente y no embrutezcan a las víctimas del encierro. La mejora de la condición humana va por otro lado.
Lo que no es utópico es la reforma del código penal para incorporar la pena máxima para los crímenes de lesa humanidad. Y sólo para esos delitos. No deben reconocerse “causas políticas” para el genocidio. Y la limitación a la lesa humanidad no es arbitraria sino la consecuencia lógica del razonamiento: si el sistema cultural capitalista es -repetimos- criminogenético, a ese sistema, por su índole de victimario en última instancia, no se le puede reconocer la potestad de matar a su víctima. Por ahí zafan los criminales de Zárate y las asesinas de Lucio. Además de por lo que hasta hoy es derecho positivo.
Claro es que tal reforma del código penal depende absolutamente del tipo de poder político que haya en el país. Nadie, sensatamente, le pedirá a un Alberto Fernández -que teme reformar por decreto una Corte que avergüenza al país- que vaya por el mundo defendiendo una decisión soberana de ese calibre.
Cuando la reforma a la legislación penal ha venido por derecha ha sido viable (Blumberg 2004). Por eso decimos que el derecho nunca es sólo derecho, sino básicamente, también política.
En tanto, hay quienes de la impugnación total del sistema capitalista que profesaban ayer, parecen haberse pasado a las filas del mejoramiento de tal capitalismo mediante el pulimento de sus aristas más odiosas. Pero sería mejor el reformismo explícitamente liberal que la mezcla de filosofías sociales y cosmovisiones según cuadre y convenga al nuevo programa axiológico que se pretende enarbolar.
Por caso, rezuma utilitarismo liberal en la línea de Jeremy Bentham, el argumento de que hay que oponerse a las penas de encierro perpetuo cuando éstas afectan a personas mayores de, digamos, 50 o 60 años, pues “no es lo mismo condenar a perpetuidad a un joven 20 años que a un viejo. Eso es puro utilitarismo benthamiano. Sigamos a este autor ahora: el máximo de felicidad para el mayor número de personas, es la síntesis que desarrolla Bentham en sus Principios sobre Moral y Legislación. Lo útil es lo que conviene socialmente y, de rebote, lo que hace feliz a la gente.
Pues ocurre que los liberales han sido, desde los orígenes, (segunda mitad del siglo XVIII) utilitaristas o iusnaturalistaas. Ambos pisaron el escenario histórico defendiendo el libre mercado, pero mientras los primeros consideraban que la felicidad colectiva es el criterio supremo para diferenciar el bien del mal, los segundos optaron por otro rasero diferenciador: la suerte que, en la sociedad, pudieran correr los "derechos naturales", que eran -así lo decían- la vida, la libertad y la propiedad privada.
La reflexión por el origen del castigo no es la misma que la que indaga en la finalidad del castigo. La genealogía es el pensamiento que busca el principio de las cosas, no es el pensamiento que procura saber algo sobre la utilidad de las cosas. Es una cuestión metodológica básica. El castigo no fue inventado con la finalidad de castigar, como tampoco el pie se desarrolló con la finalidad de caminar. En la transformación del mono en hombre, el trabajo ha jugado su papel. Todo es historia y todo está transido por la historia humana. El castigo y el pie se hicieron a sí mismos en el fragor de esa historia. Y en ese fragor, el pie se humanizó y el castigo sirvió para que la tribu se ahorrara a sí misma el espectáculo de la bárbara matanza entre propios. Eso es lo humano. Aunque nos parezca poco. La humanidad no es mejor que eso.
Así, entonces, adoptar una base de filosofía jurídica de cuño liberal en el contexto de una filiación garantista es un fallo de la coherencia, tanto más indispensable ésta si lo que se quiere lograr, a futuro, es una refundación de instituciones y leyes penales en perspectiva humanista y superadora de la cultura de la violencia y la discriminación que implican los sistemas penales en el orbe occidental. Sin aquella coherencia, el fracaso está asegurado, pues el garantismo de amplio espectro es del orden de la moral, no del derecho ni de la política, cuando lo que hace falta es, precisamente, un derecho que nunca se divorcie de la política.
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