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“Hay lucha de clases, de acuerdo, pero es mi clase, la de los ricos, quien la ha declarado, y vamos ganando”.
La frase anterior, que podría haber sido dicha por Mauricio Macri o, con mayor probabilidad, por el ex presidente del Banco Nación, Javier González Fraga, conocido por su incontinencia verbal y por la crudeza de sus pensamientos, en realidad pertenecen al inversor norteamericano Warren Buffet, cuya fortuna personal estimaba la revista Forbes en 60,8 miles de millones de dólares, lo que lo convierte en uno de las mayores riquezas privadas a escala mundial. Y fueron expresadas unos seis años atrás.
Tanto los datos disponibles como los diversos estudios realizados sobre el tema, como el de Thomas Piketty que alcanzó gran difusión pública, así como la experiencia reciente, tanto a nivel nacional como mundial, parecen dar la razón a Buffet. El grado de concentración de riquezas en pocas manos está alcanzando niveles brutales, al punto que resulta muy útil la comparación irónica que hizo Carlos Heller hace cinco años: “hace 6 ó 7 años era necesario un Boing 777 para transportar a los más ricos, aquellos que tenían una fortuna equivalente a la mitad de la población mundial. En 2015 bastaba un ómnibus y ahora, 2017, bastaría una combi”; efectivamente, según los datos presentados en el foro de Davos, 8 hombres (entre los que se encuentra Buffet) poseen una riqueza equivalente a los bienes de 3.600 millones de personas.
La pandemia agravó la situación: según el informe de las Naciones Unidas (setiembre del 2022) en el 90% de los países empeoró el Índice de Desarrollo Humano en 2020 ó 2021 (IDH, que combina los datos de la riqueza producida con los de salud y educación) y, en el 40% de los casos, empeoró en ambos años. Es decir, bajó la riqueza producida y fue peor distribuida: los ricos resultaron más ricos y los pobres más pobres.
También la frase de Buffet pone sobre el tapete una antigua polémica en la teoría económica respecto a la distribución del producto social.
Un primer análisis es el de la economía política, que nace en los escritos mercantilistas y toma carácter científico con los estudios de William Petty en el siglo XVII, Adam Smith en el siguiente y, fundamentalmente con David Ricardo al comenzar el siglo XIX. Es lo que Marx denominó “Escuela clásica”, nombre que perduró en el tiempo y con el que todavía se los reconoce, incluyendo a Marx en esa denominación.
El punto central del análisis clásico se encuentra en el excedente económico, definido como la diferencia entre lo producido y lo necesario para la subsistencia de los que aportan el trabajo, los productores. En la economía moderna interesa saber cómo se distribuye ese excedente entre los distintos sectores sociales, tomando la forma de salarios, ganancias, renta de la tierra o intereses. Interesa que el producto crezca (desarrollo económico) y analizar cómo y por qué se distribuye de determinada forma.
Analizar la distribución del producto implica reconocer intereses enfrentados, lo que habitualmente se denomina puja por el ingreso o, con más precisión, lucha de clases.
Este tipo de análisis generó muchas resistencias, ya que iba contra la idea predominante desde la Revolución Francesa, la de que eliminada la nobleza parasitaria existía una perfecta armonía de intereses entre todas las clases sociales plebeyas. Un economista norteamericano (H.C. Carey en 1848) criticó a David Ricardo sosteniendo que el suyo era un sistema de los desacuerdos, “que en su totalidad tiende a la producción de hostilidad entre las clases…”. En forma similar se manifestó Jevons, uno de los fundadores de la ortodoxia, para quien la teoría de Ricardo conduce a la intensificación de la lucha de clases.
Como reacción frente a la posición clásica surgió, en la década de los ’70 del siglo XIX, lo que hoy llamamos ortodoxia económica, esa que se suele presentar como “la ciencia económica” y que es considerada la única existente para los economistas del sistema.
La teoría ortodoxa dejó de lado el análisis del excedente económico y su distribución, para dedicar sus esfuerzos a demostrar un supuesto equilibrio y armonía entre el capital y el trabajo, lejos del enfrentamiento de intereses entre las diferentes clases sociales.
Sostienen, con respecto al tema que tratamos, que existe una tasa natural de desempleo laboral y un salario natural de equilibrio; que existe una relación inversa entre salario y ocupación, por lo que el desempleo es consecuencia directa de salarios elevados por encima del natural; que la flexibilidad en las condiciones de trabajo asegura el equilibrio del mercado laboral y de toda la economía.
Entonces, la función del estado sería quitar las trabas que impiden el equilibrio y dejar que el libre mercado logre la armonía en el mejor de los mundos posibles. Esta es la única teoría económica que se enseña en muchas universidades y en la que aparentemente creen muchos economistas.
Ni la experiencia ni los estudios empíricos avalan el criterio ortodoxo, que es más un relato con fines políticos que una hipótesis explicativa de un problema social. Ni siquiera los beneficiados del sistema, como Buffet, creen en esta supuesta armonía.
Algo de razón tiene Buffet: van ganando una batalla. Pero el mundo resultante presenta un equilibrio inestable: la concentración de riquezas en pocas manos contradice la necesidad del capitalismo de una demanda efectiva creciente que absorba la producción, contradicción que lleva, si no se supera, a la crisis del sistema. Así que no hay que perder las esperanzas: como enseñan los estrategas militares, el resultado de una batalla no asegura el resultado final de una lucha.
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