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En el Palacio Ducal de Venecia existe una pintura de El Veronés, datada en 1577, que representa una alegoría sobre la Justicia. En la obra, una joven y atractiva Aracne teje una tela de araña, simbolizando la trama en la que deben desenvolverse los abogados para evitar quedar enredados en esos hilos y acabar siendo devorados por el artrópodo. En las causas que están inequívocamente vinculadas a la política, la labor de los abogados es todavía más ardua, porque no sólo tienen que sortear la tela construida por los fiscales y convencer al tribunal, sino que, además, deben ser convincentes frente a una opinión pública dividida, que ha tomado partido anticipadamente a favor o en contra de la absolución de la persona procesada.
Los abogados, en las causas politizadas, enfrentan un dilema sobre la estrategia que deben utilizar. Una opción es llevar a cabo una defensa estrictamente técnica, basada en desarmar uno a uno los argumentos de la acusación fiscal. La alternativa es acudir a una estrategia de ruptura, en virtud de la cual se niega la imparcialidad del tribunal y toda la retórica va dirigida a explicar las razones que convierten al juicio en un proceso ilegítimo. El abogado de Cristina Fernández, el profesor Carlos Beraldi, ha acertado al elegir una defensa estrictamente técnica que, ejecutada de un modo parsimonioso pero brillante, le ha permitido destruir con facilidad todos y cada uno de los endebles argumentos de la acusación fiscal.
Partidario de la estrategia de confrontación fue el famoso abogado parisino Jacques Vergès (1925-2013), autor del libro De la stratégie judiciaire, y popularmente conocido por haber defendido a criminales y políticos famosos. Tuvo gran repercusión periodística el juicio que se celebró contra el venezolano apodado Carlos, “El Chacal” –acusado por numerosos atentados terroristas– y la defensa de integrantes del Frente de Liberación Argelino, que en la guerra de Argelia habían utilizado la violencia armada. Según Vergès, la defensa de ruptura supone denunciar que el sistema judicial es un órgano político que sirve a los intereses del establishment y que, por tanto, el acusado debe exponer la causa política subyacente, denunciando la ilegitimidad del tribunal que va a enjuiciarle. Esta estrategia parece aceptable cuando estamos ante procesos donde la autoría no se pone en duda, porque así lo ha reconocido el acusado o porque las pruebas son contundentes, de modo que se busca el escándalo para conseguir resultados en el plano de la política. Pero en aquellos casos donde la acusación es débil y se acude a figuras etéreas –como la asociación ilícita– para sustentarla, la mejor estrategia es, sin duda, la defensa técnica, sin perjuicio de utilizar el mecanismo de la recusación si existen motivos para formularla.
Beraldi ha elegido con inteligencia una novedosa metodología de defensa, consistente en la utilización de imágenes para contrastar lo afirmado por el fiscal y lo manifestado luego por los testigos. Para ello ha ido proyectando en la pantalla, a lo largo de su exposición, secuencias tomadas de la filmación general del proceso. El resultado ha sido espectacular porque ha permitido poner en evidencia la manifiesta contradicción entre las afirmaciones de la fiscalía y las declaraciones de los testigos. Resulta difícil recordar lo que dijo un testigo al inicio de este proceso absurdamente largo, que duró más de tres años, pero este trabajo de artesanía jurídica le ha permitido a la defensa la extracción de algunas perlas que dejaron la acusación fiscal en el terreno del ridículo.
Beraldi tampoco se privó de ir recogiendo todas y cada una de las irregularidades registradas a lo largo de un proceso que se inició en 2008 con la denominada “causa madre”, instruida tras una típica denuncia que llevaba el sello de Elisa Carrió y que recayó en el juzgado federal de Julián Ercolini. La denuncia era un batiburrillo de supuestos hechos de corrupción en el país, siempre acompañados del comodín de la asociación ilícita, entre los que se encontraba la supuesta cartelización de la obra pública en la provincia de Santa Cruz. De acuerdo con la jurisprudencia de la Corte Suprema, cuando los fondos destinados a la obra pública provincial son trasladados al presupuesto provincial y la gestión ya no la hace Vialidad Nacional, la competencia corresponde a la Justicia federal de la provincia respectiva. Por ese motivo, Ercolini se declaró incompetente y remitió las actuaciones al Juzgado Federal 3 de Río Gallegos.
Allí se realizó una investigación que abarcó 49 de las 51 obras adjudicadas a Lázaro Báez, que son objeto del actual proceso. Como resultado de esa investigación, se dictó una resolución de archivo por inexistencia de delito. Cuando el proceso se reabrió irregularmente por segunda vez, Beraldi presentó un recurso ante la Corte basado en el principio de cosa juzgada. La Corte pidió el expediente y como –en palabras de Beraldi– “sonaron las cacerolas”, rápidamente lo devolvió al día siguiente para dictar una resolución tres años después, en la que denegó el recurso de la defensa. Según el argumento de la Corte, no había identidad de sujetos porque en el caso anterior Cristina no había sido procesada. El argumento es endeble porque si en 2014 se declaró la inexistencia de delito, es difícil justificar la reapertura posterior de un proceso cerrado con autoridad de cosa juzgada, invocando que aparecen nuevos autores de un hecho que se declaró que no era delito.
En diciembre de 2015, Mauricio Macri asumió la Presidencia de la Nación y designó como director nacional de Vialidad Nacional a Javier Iguacel. La primera resolución que dictó Iguacel (Resolución 1/2016) fue intervenir el Distrito 23 de Vialidad Nacional –único distrito en el que se adoptó esta medida– y llevar a cabo una auditoría especial de la obra pública en Santa Cruz. Sin embargo, según la colorida expresión de Beraldi, el nuevo funcionario fue por lana y resultó trasquilado. El informe de la auditoría del 15 de marzo de 2016 es concluyente: “No se evidencian deficiencias constructivas de relevancia o tareas certificadas sin ejecutar en las obras auditadas”. No obstante, sin amilanarse, Iguacel formuló una denuncia en los juzgados de Comodoro Py y la causa recayó, vaya casualidad, en el juzgado federal de Julián Ercolini, quien en esta ocasión no cuestionó su competencia y se hizo cargo del caso. Cabe añadir que en esos tiempos la mujer de Ercolini había sido designada vocera del Ministerio de Justicia a cargo de Germán Garavano, lo que explica que las contradicciones de los jueces no siempre están vinculadas con la ardua labor de interpretar el Derecho. En principio, correspondía la intervención del fiscal Eduardo Taiano, pero con una maniobra leguleya, el denunciante consiguió que se abriera un nuevo procedimiento a cargo de los fiscales Gerardo Pollicita –ex integrante de la Comisión Asesora de Seguridad de Boca Juniors– e Ignacio Mahiques, hermano de Juan Bautista Mahiques, que en ese entonces intervenía como vocal en el Consejo de la Magistratura en condición de representante del gobierno de Macri. Los dos hermanos son hijos de Carlos Alberto Mahiques, por esos tiempos ministro de Justicia de la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal y actual integrante de la Cámara Federal de Casación. Ambos fiscales han sido los verdaderos responsables del diseño creativo de la acusación, que luego fue retomada por el fiscal Diego Luciani. Se basaba en la arriesgada idea de que habría existido una asociación ilícita para defraudar al Estado a través de la asignación fraudulenta de obra pública en Santa Cruz, utilizando como instrumento la Ley de Presupuesto.
La defensa técnica de Beraldi utilizó varios argumentos para fulminar la sorprendente acusación de que se había utilizado la Ley de Presupuesto para llevar a cabo una defraudación contra el Estado. No hace falta ser abogado para tener una sensación de extrañeza cuando se argumenta que un Presidente utilizó como instrumento para cometer un delito a una ley dictada por el Congreso. El argumento de la fiscalía recuerda el utilizado por el fiscal Alberto Nisman, que también consideraba que se había cometido un delito de encubrimiento mediante la aprobación por el Congreso del Memorándum con Irán.
Según Carlos Pagni, “Beraldi no pudo probar la inexistencia de delito”, pero esto sólo puede decirlo alguien que carece de nociones básicas de Derecho. En el Derecho penal rige la presunción de inocencia y quien debe probar la existencia de un delito y la autoría es el fiscal. De modo que Beraldi se dedicó, en forma minuciosa e implacable, al cometido de todo abogado defensor, que pasa por destruir los argumentos del fiscal. En esta labor, Beraldi señaló algo obvio: que la asignación de partidas presupuestarias para la obra pública en las provincias es materia de competencia del Congreso y, por consiguiente, es una cuestión no judiciable. No existe un marco normativo que imponga determinados criterios para la asignación de la obra pública provincial porque estamos ante una zona de reserva establecida en la Constitución Nacional, que le concede esa facultad al Congreso, sede de la soberanía popular, sin que el Poder Judicial –el menos democrático de los poderes– pueda luego corregirla.
Citando a Horacio Rosatti, actual presidente de la Corte y autor de un trabajo que lleva por título El Poder Judicial y la politización, Beraldi señaló que los errores políticos se depuran en las elecciones y que no es posible llevarlos a la consideración de los tribunales de Justicia. Añadió que, a la vista de este argumento, la acusación fiscal de que existió un cierto favoritismo para que Santa Cruz recibiera más obra pública resulta falaz, ya que no tiene sentido relacionar la obra pública con la población o con la superficie de una provincia. Lo único cierto es que, como destacó Beraldi, hubo un aumento considerable de la obra pública en el período 2003/2015 –que ascendió a 107.000 millones de dólares frente a los 18.000 millones de dólares registrados en el período 1990/2002– y que ese aumento favoreció a todas las provincias en general, algunas más, otras menos, pero sin que de allí se pudiera extraer conclusión jurídica alguna. Como argumento de refuerzo, añadió que los proyectos de presupuestos presentados por la oposición en aquellos años registraban la misma asignación de obra pública a la provincia de Santa Cruz que la que registraba el proyecto presentado por el Poder Ejecutivo, es decir, que en el Congreso la oposición nunca cuestionó esa asignación.
En cuanto a la acusación de que habría habido interferencias del Poder Ejecutivo para desviar fondos hacia Santa Cruz, Beraldi desarmó totalmente el argumento de un supuesto “apagón informativo”, demostrando que todas las reasignaciones de partidas presupuestarias se llevaban a efecto por medio de decretos de necesidad y urgencia (DNU), que deben ser aprobados por el Gabinete en pleno y luego por el Congreso. Posteriormente, los ministros tienen la facultad de compensar partidas en base a una autorización que les otorga el jefe de Gabinete, pero esas compensaciones deben ser notificadas a la Oficina Nacional del Presupuesto para que las apruebe o rechace. Por lo tanto, resulta imposible atribuirle al Presidente de la Nación responsabilidad alguna por actos que no le pertenecen. Por otra parte, en el juicio se demostró que existe un control riguroso de cada obra pública mediante la Cuenta de Inversión que gestiona la Contaduría General de la Nación. Beraldi señaló que las obras públicas son fácilmente identificables porque a cada una se le asigna un código presupuestario –una suerte de cédula de identidad– y luego se va registrando la evolución de esa obra y los pagos que se realizan con intervención de la Auditoría General de la Nación.
En cuanto a la supuesta existencia de retrasos, sobreprecios u obras viales no terminadas, son afirmaciones reproducidas por la prensa hasta el hartazgo, pero carentes de respaldo probatorio alguno. Los fiscales no pudieron probar ningún caso concreto y las únicas obras que quedaron interrumpidas fueron como consecuencia de una decisión adoptada por Iguacel, que paralizó arbitrariamente las obras que estaban a cargo de Lázaro Báez.
Después de escuchar la elaborada defensa de Beraldi, atendiendo al desarrollo del juicio, es difícil imaginar que pueda dictarse una sentencia condenatoria contra la ex Presidenta Cristina Fernández y los otros procesados porque no existen pruebas de ninguna irregularidad. Sin embargo, cuando se piensa en el impacto político que produciría una absolución –que dejaría al desnudo tantos años de prédica periodística que daba por descontada la condena–, resulta difícil confiar en que los jugadores del Liverpool tengan la fortaleza moral suficiente para aguantar la embestida que recibirían de su grupo social de pertenencia.
Esta paradoja deja al descubierto el problema que para la democracia suponen los juicios mediáticos paralelos, utilizados hasta la saciedad por un periodismo que no ha trepidado en servirse de esa arma para desgastar a las fuerzas políticas consideradas populistas. Tal caza de brujas, alentada por los medios del establishment, es la que luego ha propiciado que algunos más decididos se envalentonaran para pasar a la acción. El problema del uso no ético del periodismo en un marco institucional débil plantea interrogantes muy serios sobre el futuro de nuestra frágil democracia, que puede quedar dramáticamente enredada en la tela de araña pintada por El Veronés.
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