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La semana pasada fue elocuente en extremo para demostrar la nueva función antidemocrática de las corporaciones judiciales. Asunto sobre el cual todavía no hay, prácticamente, ninguna reflexión pública de relevancia, a pesar de ser una novedad histórica que constituye un desafío urgente para cualquier expresión de la sociedad que considere a la democracia y a los intereses populares como pilares de su pensamiento y acción políticos.
El martes 13, el juez Julián Ercolini llamó a declaración indagatoria a Cristina Kirchner, así como a varios integrantes de su gobierno y al empresario, ya detenido, Lázaro Báez. La fecha de la comparecencia fue fijada para el 20 de octubre, y la acusación contra la ex presidenta es haber direccionado la adjudicación de obras públicas en favor de empresas de Báez.
Ercolini es el mismo juez que tiene a su cargo la denuncia que realizó el gobierno kirchnerista en 2010 contra los jerarcas que comandaban los diarios “Clarín”, “La Nación” y también “La Razón” en la época de la dictadura, por haber despojado de la empresa Papel Prensa a sus propietarios, mediante actos criminales. Pero en ese caso la investigación está paralizada, o como se dice de modo más informal, “cajoneada”. Reiteradamente, rechazó pedidos de los querellantes para tomar declaración a los imputados. A pesar del paso del tiempo, el único “avance” que se conoce es un peritaje contable ordenado por el juez para valuar en cuánto fue vendida la firma.
(Hace un mes trascendió periodísticamente alguna noticia al respecto, muy probablemente porque el juzgado decidió que trascendiera para aparentar que está haciendo algo. Así lo reflejaba el portal informativo “Política argentina”).
El pedido de indagatoria a la ex presidenta se basó en un dictamen de los fiscales Gerardo Pollicita y Juan Ignacio Mahíques, quienes la sindican como responsable de un “plan sistemático ideado y ejecutado desde la presidencia de la Nación, orientado a saquear las arcas del Estado a través de la asignación direccionada de obra pública vial”.
(Por tomar el ejemplo de una noticia al respecto, puede accederse a la edición digital del diario “Crónica”).
Apenas dos días después, el jueves 15, el ex presidente de Brasil Luis Inacio Lula Da Silva, fue imputado por un fiscal del vecino país, Deltan Dallagnol, como parte de una investigación donde le endilgan el popular líder haber recibido beneficios de empresas que se favorecieron con la red de corrupción en la empresa Petrobras.
El funcionario judicial tampoco “se anduvo con chiquitas”. Sus argumentos son iguales a los esgrimidos por los fiscales argentinos recién mencionados, pero más virulentos y agresivos: el brasileño dijo que Lula “comandó la formación de un esquema delictivo de desvío de recursos públicos destinado a enriquecerse ilícitamente, así como apuntando a la perpetuación criminal en el poder, comprar apoyo parlamentario y financiar caras campañas electorales”.
(Así lo reflejó el portal del diario “Clarín” el pasado miércoles 14).
En el fragor de las noticias, habría que hacer una pausa y preguntarse qué acusaciones le cabrían a los dictadores que gobernaron Brasil entre 1964 y 1985, si a un mandatario elegido por el voto ciudadano lo acusan de todo eso. Fácilmente puede inferirse que les cabrían todas las anteriores, solo para empezar (excepto las de “caras campañas electorales”, porque elecciones no había). Sin embargo, la impunidad de los militares de la dictadura brasileña ha sido plena y total hasta el día de hoy. Nunca un juicio, jamás una condena. “Justicia” implacable para los dirigentes democráticos, encubrimiento para los usurpadores del poder y asesinos del pueblo. Más claro, agua.
Estas decisiones en ambos países ofrecen varios problemas de comprensión política, porque se trata de fenómenos que nunca habían ocurrido con las características actuales, y por lo tanto exigen re-pensar muchos supuestos y maneras de comprender la política en general y la democracia en particular.
Yendo a lo concreto: el agravamiento de la persecución judicial contra Cristina y Lula es una manifestación flagrante de las novedosas formas de ataque de las corporaciones contra personajes públicos y fuerzas colectivas que representan construcciones de poder democrático y popular.
Esas corporaciones tienen como expresión ideológica a las derechas, y su mando central se encuentra en Estados Unidos. Eso es así aunque solo fuera por convergencia de intereses o por afinidades con ideologías que son dominantes en gran parte del mundo. (Que son dominantes precisamente porque se conforman según el predominio de ciertos sectores en pugna en la escena internacional, en detrimento de otros).
Esa funcionalidad a los planes de dominación norteamericana a escala mundial, se ejerce más allá de que cada actor, político o de cualquier tipo, ya sean personas o bien organizaciones e instituciones, lo haga consciente o inconscientemente. Porque no hace falta recibir órdenes expresas desde Washington para actuar servilmente favoreciendo sus intereses.
Violencia jurídica en vez de violencia militar
La principal novedad histórica, entonces, es que los bloques de poder dominantes ya no acuden a la violencia explícita de los golpes de Estado ejecutados por militares. Eso ocurrió durante prácticamente todo el siglo XX. Hoy ejercen otro tipo de violencia, particularmente la jurídica.
Desde el derrocamiento de Manuel Zelaya el año 2009 en Honduras a través de un fallo de la Corte Suprema de Justicia -sí, la corte hondureña echó al presidente elegido por el voto ciudadano-; luego el golpe parlamentario que en 2012 derrocó mediante un juicio que duró un solo día al mandatario de Paraguay, Fernando Lugo; y el reciente golpe parlamentario que destituyó a Dilma Rousseff en Brasil, indican nítidamente que las maneras de atacar a los procesos democráticos y populares han cambiado.
Diversos estudiosos denominan a esos procesos como golpes “blandos”, o “suaves”, en el sentido de que no hay un uso explícito y extremo de la violencia física sobre las personas y los bienes, como hacían las fuerzas armadas durante los golpes de Estado “clásicos”.
Pero hay algo más. Las derechas, cuyo poder concreto se manifiesta en las corporaciones, que a su vez son las estructuras más o menos institucionalizadas que asumen los intereses de los bloques de poder y clases sociales dominantes, actúan no solo para desalojar del gobierno del Estado a fuerzas políticas y líderes que -bien, regular o mal- reflejan los intereses de las clases sociales subordinadas. Además de eso, también hallaron nuevos métodos y maneras sofisticadas y sutiles para desgastar, y si les fuera posible eliminar de la vida política, a quienes encabezan construcciones de poder alternativas.
El método, si lo llevan al extremo, es muy preciso: meter presos -o presas- a sus líderes, con el pretexto de que son “corruptos”. Que “se robaron todo”, como ya le hicieron creer a buena parte de la población tanto de Argentina como de Brasil, en base justamente al formidable poderío articulado de todas las corporaciones, incluidas las empresariales, las de grandes estudios de abogados o economistas, las de periodistas ricos y famosos, etc., pero de modo sobresaliente las corporaciones mediáticas y judiciales.
Lo más valioso para esos sectores en cuanto a la eficacia de la modalidad de ataque que están poniendo en práctica, lo más importante y ventajoso para ellos, es que el método tiene altos niveles de consenso. Han logrado mediante una construcción que no es de poco tiempo sino que tiene raigambre histórica, que mucha gente de buena fe “crea” en la “Justicia”. Que supongan que los jueces verdaderamente “investigan la corrupción”. Que confíen en que ellos son garantes de la ley, la Constitución y el derecho, y que por lo tanto están legitimados para “castigar a los culpables”. Porque “si robaron, que vayan presos”.
¿Y quién juzga a los jueces? ¿Quién puede investigarlos a ellos para saber si son decentes o si también deberían ir presos? ¿Cómo hacen las fuerzas democráticas y sus líderes para protegerse de corporaciones facciosas, posiblemente mafiosas, que detentan un poder casi ilimitado como el de los militares en otras épocas?
La estrategia de las derechas latinoamericanas ha “coagulado” en poco tiempo. Planificar y ejecutar esos movimientos en todo el continente no empezó en un momento preciso ni termina nunca, porque las luchas de poder son permanentes. Pero lo concreto es que su ofensiva, siguiendo el libreto escrito en Estados Unidos, dio resultados en los últimos meses.
En menos de un año, los sectores democráticos y populares de toda América Latina o Suramérica (hay distintos modos de pensar y enunciar a nuestro continente), sufrieron retrocesos históricos. El triunfo electoral de Mauricio Macri en Argentina; la derrota de Evo Morales en un plebiscito para permitirle una nueva reelección presidencial en Bolivia; la destitución de Dilma Rousseff en Brasil; y la guerra económica y propagandística, más los crímenes y la violencia callejera contra el presidente Nicolás Maduro y el chavismo todo en Venezuela, dieron vuelta una tendencia histórica que duró, a grandes trazos, una década y media.
Y en este punto, debe destacarse que el último golpe de esa guerra diplomática contra Venezuela fue la decisión, también en la semana pasada, de tenderle un cerco al país en el Mercosur. Desplazar al gobierno venezolano de la presidencia del bloque, que la ejercía por corresponderle según sus estatutos, exhibe la feroz embestida a escala continental de los gobiernos de derecha subordinados a Estados Unidos, es decir el gobierno de facto de Brasil, más los de Argentina y Paraguay, a los que se sumó el de Uruguay.
Significa que tanto a nivel continental como en cada una de las naciones, las derechas van por todo. (Arrastran, incluso, a la moderada centroizquierda uruguaya que está en el gobierno). Dentro de ese contexto, la corporación judicial persigue a Cristina Kirchner y a Lula, y se muestra dispuesta a meterla presa a ella y preso a él.
(La grabación que se escapó de algún whatsapp y trascendió públicamente, donde el peligroso fiscal Guillermo Marijuán contaba los alcances de un dictamen suyo, en otra causa, contra la líder del kirchnerismo, es una confesión que releva de otra prueba. Puede recuperarse ese sonido accediendo al portal de noticias “El Destape”, que fue el primer medio que divulgó la información obtenida por el periodista Iván Schargrodsky).
¿Cristina puede ir presa?, pregunta continuamente cualquier medio de comunicación de las corporaciones, como una forma de naturalizar esa posibilidad, de que a la opinión pública le vaya pareciendo esperable y lógico que eso suceda, que crea que sería nada más que una libre decisión de la “Justicia”, porque las instituciones estarían funcionando. Además de ser deseable para quienes detestan o directamente odian a la ex presidenta.
¿Pero es posible o no? Posible es posible, tanto en su caso como en el de Lula, pero en ambos la respuesta es un enigma. El futuro no puede adivinarse. Primero porque ninguna persona común del pueblo conoce lo que piensa la mente de los perversos, pero sobre todo porque los bloques de poder dominante y sus corporaciones no están “solos en el mundo”: también existen las sociedades en su conjunto, con sectores que son politizados y pro-activos, con circunstancias que pueden escapar aún al control de los más poderosos, y con una parte considerable de la población que respalda y defiende a los líderes perseguidos.
Por supuesto que si se deciden están en condiciones de hacerlo, porque manejan el aparato coercitivo del Estado más la maquinaria propagandística de los medios grandes, y tienen a la corporación judicial como ejecutora, y con todo ello la impunidad necesaria par perpetrar actos de violencia jurídica. Las dudas se refieren a si finalmente se deciden.
Los estrategas de los bloques de poder dominantes en Argentina y en Brasil hacen sus propios cálculos de costos y beneficios, políticamente hablando, y saben que son jugadas riesgosas para ellos mismos.
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