Una cierta narrativa, muy propia del siglo XX, hizo de la violencia política un atributo casi exclusivo de las ideologías de izquierda y de los procesos revolucionarios.

En América Latina, por ejemplo, generalmente se contrapuso la violencia de lasrevoluciones con el carácter pacífico de la democracia, sin tener en cuenta que las tres revoluciones más importantes del siglo XX -la Mexicana de 1910, la Boliviana de 1952 y la Cubana de 1959- no sólo consolidaron al sistema democrático al buscar la ampliación de derechos -incluido el sufragio-, sino también pusieron fin al régimen oligárquico; como dicen Ansaldi y Giordano.

Mientras las izquierdas y/o el progresismo latinoamericano deben seguir dando explicaciones sobre su accionar en décadas pasadas, las derechas gozan de cierta imagen ‘legalista’ y pocas veces se las vincula con la violencia política. Por alguna razón, exigir la redistribución de la riqueza pareciera ser un acto más violento que decretar el recorte del gasto social o el cierre de fuentes de trabajo.

Es sabido que la derecha no es monolítica. Su rechazo al igualitarismo, al socialismo, al intervencionismo estatal y a otros cambios, es su común denominador y en ello se funden viejas identidades, como conservadores y fascistas, hasta los más recientes neoliberales y libertarios anarco-capitalistas

Menos conocido, o menos dicho, es que su supuesta preferencia por la lucha legal-policial para combatir a sus adversarios no evita el uso de la violencia política y de mecanismos ilegales para defender sus posiciones. De aquí que aquella diferenciación entre derecha moderada y extrema, debiera comenzar a repensarse.

Como explica Verónica Valdivia para el caso de Chile, formas de violencia política también aparecen en el seno de un conflicto institucionalizado, cuando la derecha no consigue resolverlo por los medios que controla. La violencia política pueda ser usada por una derecha moderada de forma temporal y no doctrinariamente, a través de un estilo combativo, socialmente movilizador -por fuera de las instituciones- y con demostración de fuerza, dice la autora.

Este tipo de acciones son las que hemos visto en este último tiempo en la escena argentina. En grado creciente, la radicalización del discurso y de las prácticas de la derecha han mostrado esta violencia cuyo corolario fue la colocación de bolsas mortuorias en la puerta de la Casa de Gobierno.

El estilo político derechista, por su combatividad, contempla un amplio repertorio de acción que se expande cuando aumenta la disputa por el apoyo socio-político y acelera su evolución hacia formas más radicales.

Por eso las bolsas negras -simulando personas muertas- llegaron después de desafiar al gobierno frente a la pandemia promoviendo movilizaciones para el contagio, de socavar la confianza de la población en las medidas de cuidado sanitario y de cuestionar la campaña de vacunación. Todas acciones en detrimento de la vida de las personas. Todas en contra de las mayorías populares.

Cuando el repertorio de la institucionalidad republicana se les hace ineficaz como discurso para recuperar posiciones de privilegio, cuando el bombardeo mediático que controlan no les facilita el crecimiento de la audiencia, acudir al miedo y a la violencia es un último recurso.

El diputado nacional Francisco Sánchez del Pro, defendió el simulacro de cadáveres en Casa de Gobiernoyrepitió: "Lo volvería hacer, sin dudas. Puede cambiar alguna cuestión del diseño o de los nombres".

Como en lo viejos tiempos, matar al adversario, de eso se trata. Pero por fortuna las mayorías populares no odian. Y por lección histórica, en la Argentina aprendimos a juzgar a la muerte.