-?
Esa tarde, después de charlar con Narcisa Cruz sobre la copla, de escucharla y quedar en volver a encontrarnos, parecía que no habría más en Humahuaca por ese día. Bajamos las escalinatas del monumento a la Independencia, entre esos custodios en bronce y piedra, escoltados por silenciosos y solemnes cardones, y eludimos la peatonal excesivamente poblada por turistas.
Nos desviamos por la calle Santa Fe entre los puestos de los artesanos, de las herboristas que proclamaban las bondades de sus plantitas, de los chicos que corrían tras ofrecer choclos, pequeños cacharros, llamas tejidas, gorros, algún poncho.
La calle cruzaba, ese atardecer al final de ese paseo, con un edificio de una planta que parecía rosado a la luz del sol agonizante. Encalado, casi sacerdotal en la esquina con Salta, esta casa del siglo XIX que ahora es un museo esperaba agazapada nuestro paso. En el dintel de la doble puerta de madera, de un descolorido verde agua, leímos la leyenda “Estudio Museo Ramoneda”. No había otra mención, ni candado ni cerradura. Sólo la puerta muda, cerrada.
La tarde seguía cayendo entre sonidos suaves, lentos. El lugar atraía: el silencio en esa esquina, aumentado por la comparación con el bullicio de unas cuadras más allá, mantenía su magnetismo. La indecisión fue vencida: hicimos sonar la aldaba una, dos veces... Ya nos íbamos cuando, tras de la puerta recién abierta apareció un hombre que, amable, nos invitó a pasar: vengan, dijo, está abierto. ¿Quieren conocer algo de este norte?
Era Luis Ramoneda, pintor e hijo de pintor, que en ese momento inició una guía mágica por el arte argentino y americano desde la segunda década del siglo pasado hasta ahora.
Su voz, como si viniera de afuera, donde el rocío ya caía sobre las plantas del jardín interior, acompañaba el deslumbramiento por cada obra, por cada pintura, por los trazos y los colores, por esa Humahuaca que estaba ahí dentro, en los lienzos rectangulares, en las pequeñas esculturas en madera, en piedra...
Ramoneda explicaba la obra de su padre desde el propio taller del artista, desde ese lugar indefinible donde se concibe el hecho artístico. Francisco Ramoneda fue un retratista formidable: en sus pinturas parece actuar como un médium a través del cual pasan el color, las formas, los sonidos -que parecen acompañar los paisajes y los retratos-, la humanidad de sus modelos y su mirada, una mirada contemplativa, plena de ternura, de una compasión no paternalista, al contrario, la suya es una situación de empatía.
El repaso de la vida y la obra continuaba: Ramoneda salía temprano, a caballo, a buscar sus imágenes. No a inspirarse: quizás a encontrar esa grieta en el aire que lo llevara a la imagen buscada, al color que entreveía desde su alma. O a contemplar los caminos polvorientos, los enhiestos cardones, las capas de colores en las laderas de las montañas.
Es así que el modelo en sus obras aparece como el verdadero protagonista; el retratado es el dueño del cuadro. No hay aparentemente intervención del artista, salvo en lo que muestra. Los gestos, la expresión de esos rostros protagonizan el cuadro, sin su centro y el centro de la situación. Los colores, las formas, el resto del cuerpo se subordinan a las expresiones de dolor, angustia, paz, fuerza, coraje, sumisión, soledad.
Por ejemplo, las mujeres jóvenes con hijos, dos campesinos marginales que recorren enormes distancias para buscar los elementos que aseguren su subsistencia, las ancianas que venden sus artesanías o las hortalizas que producen, sentadas en la calle mientras hilan con sus husos tradicionales.
Su hijo también señalaba las obras impresionistas y los paisajes, las recreaciones de la quebrada y sus pueblos.
Nos detuvimos en la pintura de un pastor con un rebaño. Entonces, Luis Ramoneda explicó: ahí dentro está Coctaca, un duende que se mete entre las vicuñas y las protege, según la creencia popular.
No hay gritos en esta obra pero tampoco hay sumisión. El silencio de los humildes clama desde su pobreza, desde su lugar de excluidos y está ahí, sólido, delante de quien observa. Se eleva y denuncia; se detiene y cuestiona. No hay posibilidades de eludirlo.
El aparente abigarramiento de las obras en los salones de la casa-museo no produce saturación: al contrario, existe la posibilidad de pasear entre una y otra obra, de entrar en una y salir por otra y ver “la otra Quebrada”, desde los ojos de uno que la amó mucho. A tal punto, que este artista fue bautizado como “el pintor de la Quebrada”.
Francisco Ramoneda había nacido en Cataluña en 1905 y cuatro años después estaba instalado con su familia en San Telmo, en la ciudad de Buenos Aires. A los veinte años se incorporó a la peña del café Tortoni, en avenida de Mayo, donde conoció a dos de sus mejores amigos: el pintor Benito Quinquela Martín y el escultor Luis Perlotti. A esa peña, fundada por Quinquela Martín en 1926, asistieron también de Alfonsina Storni, Baldomero Fernández Moreno, Juana de Ibarbourou, Arthur Rubinstein, Conrado Nalé Roxlo, Antonio Bermúdez Franco , Ricardo Viñes, Roberto Arlt, José Ortega y Gasset, Jorge Luis Borges y Florencio Molina Campos. Pero sus grandes amigos, aseguró su hijo, fueron Quinquela y Perlotti, quien es autor del monumento a Alfonsina Storni en el balneario La Perla de Mar del Plata y del homenaje al indio tehuelche en Puerto Madryn, entre otras obras.
Por iniciativa del pintor de la Boca, Ramoneda accedió a una beca ofrecida por el gobierno de la Nación para radicarse varios años en un lugar del país que eligiera para pintar. Ramoneda ya sabía que optaría por la Quebrada de Humahuaca, de la que se había enamorado en un viaje anterior. Allí inició sus trabajos, conoció a quien sería su mujer y se estableció definitivamente en la casa que desde 1936 convirtió en un museo que guarda su obra y la de artistas argentinos y extranjeros. Hay obras deAntonio Alice, Quinquela Martín, Enrique de Larrañaga, Indalecio Pereyra, Juan C. Durand, José R. Cardozo, Eloísa Dofour y Perlotti, entre otros.
Ramoneda fue amigo de Ernesto Soto Avendaño y José Antonio Terry, artistas de la Quebrada de Humahuaca. Murió en Jujuy en 1977.
La conversación con Luis Ramoneda coincidió con la caída total de la oscuridad en el patio interior de la casa: era otoño y el rocío ya había levantado la fragancia de las plantas desde el suelo. Pocos sonidos, casi como ecos, se escuchaban en la noche de Humahuaca. No recuerdo ahora si había luna, pero sí que la conversación merecía no haber terminado. Seguía entre las pinturas, los dibujos, las esculturas que habían sido testigos de tanta historia revivida.
Va con firma | 2016 | Todos los derechos reservados
Director: Héctor Mauriño |
Neuquén, Argentina |Propiedad Intelectual: En trámite