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29/11/2020

Con un beso y una flor

Con un beso y una flor | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

‘El Diego’ encarna el héroe vengador de Malvinas, el David frente a los poderosos, el villero, el ‘negro’ peronista, el rebelde admirador de revolucionarios; el ángel de la superación y el ángel de la caída.

María Beatriz Gentile *

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“Cuando un pueblo llora no hay que preguntarse por qué" dijo Hebe de Bonafini. Pero si esas lágrimas inundan las calles en una espera eterna, algo habrá que explicarse.

Pensar la vida y muerte de Diego A. Maradona, como una metáfora de la Argentina, es una lectura posible. 

Algunos vieron una forma de glorificar ese campo de contradicciones y defectos, que pareciera hacer de nuestro “ser nacional” una épica constante de glorias, derrotas y re comienzos.

Otros eligieron la mirada decadentista: “Maradona es la Argentina, el hombre y el país que atentan en contra de si”, escribió Federico Andahazi. 

Tratando de emular el pesimismo de Ezequiel Martínez Estrada - el radiógrafo de la Pampa, como lo llamó Arturo Jauretche- el panelista televisivo reivindicaba, en una nota periodística, un supuesto pasado glorioso frente a las ruinas de un presente en el que incluía al futbolista como parábola del fracaso. 

Si para algunos Maradona sería resultado de esa dinámica autodestructiva de la Argentina plebeya; para otros ‘el Diego’ encarna precisamente lo mejor de ella: el héroe vengador de Malvinas, el David frente a los poderosos, el villero, el ‘negro’ peronista, el rebelde admirador de revolucionarios; el ángel de la superación y el ángel de la caída.

Podría pensarse que cuando un pueblo -en su diversidad de rostros y creencias- se moviliza en el dolor y en la espera, algo tiene para decir más allá de sus representantes, más allá de sus intérpretes. 

Esas multitudes en los funerales podrían ser una llave para comprender el compromiso que construyen con sus referentes; una actualización del pacto de sociedad originario con nuevas reivindicaciones

En términos de líderes políticos, la sintonía de ideas y proyectos resulta suficiente para afirmar el credo ideológico/ partidario y el lazo comunitario en esa despedida final. Para otros, quizás, el respeto por la trayectoria personal o por el esfuerzo realizado, alcance al deseo de honrarlos con un último adiós presencial. 

En la historia argentina, los funerales multitudinarios no fueron para todos.  

Inaugurado por el de Hipólito Yrigoyen en 1933, una gigantesca movilización popular acompañó la agonía, el velorio y la inhumación en el cementerio de La Recoleta. Las formas, las consignas y los símbolos -como arrebatar el féretro y llevarlo a pulso, práctica del anarquismo- agilizaron el debate político del momento, escribió la historiadora Sandra Gayol. 

A este le siguió el de Evita en 1952, un velatorio de 15 días, con más de 2 millones de personas que transitaron filas de 35 cuadras bajo la lluvia para despedir a la ‘abanderada de los humildes’. 

El de Juan Domingo Perón, en 1974, sería el siguiente. Miles despedían no sólo al líder, sino también a esa Argentina aspiracional de antiguo bienestar que, a partir de ese momento, parecía hundirse violentamente en la orfandad política.

En la transición democrática, después de 1983, fueron Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner los destinatarios de horas de espera, ofrendas y flores que nuevas generaciones con nuevos estandartes dejaron a su paso para agradecerles, para aplaudirlos, para enaltecerlos. 

Cuando la multitud es el corazón del funeral, algo más sucede. Podría ser una metáfora de la comunidad anhelada y también la antítesis propuesta por sus contrarios. 

A quien se honra y a quien no, es también una forma de interpretar el presente y escribir la historia

En esa conmovida masividad hay algo de público y privado a la vez. Una reivindicación íntima de la propia existencia reflejada en esa vida que se despide, en esa trayectoria que se admira. Una existencia pequeña que se agiganta en el llanto compartido, en el abrazo con un extraño. 

Solo quien encarne el sentir y el pensar de muchos y muchas, podrá aspirar a ese último adiós multitudinario. 

Por eso cuando un pueblo llora no hay que preguntarse por qué; sólo acompañar con un beso y una flor.



(*) Historiadora, decana de la facultad de Humanidades de la Universidad Nacional del Comahue.
29/07/2016

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