Columnistas
04/09/2020

No esenciales

No esenciales | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

La autora de esta nota, a través de tres entrevistas de personas que se preguntan cómo seguir cuando la vida que construyeron dejó de existir, reflexiona sobre las consecuencias de la pandemia.

Andrea Diez

No curan ni atienden enfermos, tampoco son eslabón de la cadena alimenticia. Dice el dicccionario que no son "sustanciales" ni "principales". Dejaron de importar, de servir.

La pandemia los jubiló (anticipadamente y sin pensión), pero la cuarentena los etiquetó: son los "no esenciales". Aquí presentamos solo tres de las millones de historias de personas que entre la aceptación y la resistencia se preguntan cómo seguir cuando la vida que construyeron dejó de existir.
 

El martillo

Entre la plata y la libertad, Jorge Goddio eligió a las dos, hace ya más de 40 años. Lo mejor de la plata, cuenta, es el tránsito entre su estado puro al resultado final. Pero esa transformación llegaba siempre gracias al movimiento: “el colectivo, cuando vivía en Buenos Aires; era un ambiente tan saturado de ruidos que me hacía abstraer e imaginar las piezas”. 

Con el paso de los años su propio auto reemplazó al colectivo, y las imágenes se materializaron en un stock de entre 300 y 600 joyas de plata y piedra que llevaba a ferias nacionales e internacionales. “¿Lo que más me gustó de ser artesano? Que podía producir por horas, en mi taller, en mi casa. Y conocer lugares…. pero con gente adentro.” 

Desde Catamarca hasta Caleta Olivia, pasando por Cosquín, San Juan, El Bolsón y Trelew, Jorge hacía hasta 1.500 kilómetros de un solo tirón para cumplir con su calendario de ferias anuales. Las de verano, en particular, le permitieron comprar un terreno y construir casa y taller en Plottier. Crio a sus  dos hijos biológicos y  varios más que le regaló la vida; y sobre todo conoció gente, mucha gente. Siempre hubo un equilibrio, una sustentabilidad. “Sin hacerme rico, ser artesano me dio siempre un amplio margen de desarrollo personal”, cuenta con orgullo.

Cuando inició la cuarentena lo primero que pensó fue  “se suspenden  las ferias”. Ya había pagado la mitad de un auto  nuevo y contaba con esos trabajos para terminar la operación. “En marzo pensaba que no iba a  poder comprarme el auto nuevo. Ahora agradezco no haber perdido el viejo”. 

Su reflexión agrega una metáfora tan precisa como el acabado de sus joyas. “¿Viste cuando te golpeas un dedo con un martillo y no sentís el dolor hasta mucho tiempo después, porque te queda adormecido?”.  El 20 de marzo se produjo el martillazo. Pero el dolor del golpe le llegó recién en mayo. “Hablando con un amigo, también artesano nos dimos cuenta que a nadie le importaba si dejábamos de trabajar. Nadie reclamaba por el regreso de las ferias, o al menos no lo manifestaban. Si trabajaba o no,  al mundo le daba igual”.

Pero lo suyo es el movimiento, así que siguió. Durante cuatro meses acumuló tantas piezas como deudas. “Hace muchos años, cuando murió mi papá quedé en la ruina. Tuve una regresión a ese momento. Me sentí… desarmado”.  

Con el regreso de las ferias volvió a su puesto. Resignó su principal incentivo – conocer lugares con gente – y aceptó abrir una página para venta online. Está pensando en transformar su taller para hacer muebles y herrería.

Semanas atrás Jorge fue a la capital neuquina por primera vez en 5  meses. Cuando atravesó un sector de chacras sintió por un instante que estaba en medio de la Patagonia, en uno de esos larguísimos viajes de 1500 kilómetros en un día, y sintió que su vida se volvía a armar. Pero aún no sabe si el futuro lo sorprenderá agradeciendo lo vivido o añorando lo perdido. O quizás, ambas cosas a la vez. 

Andrea riega su jardín

Una vez por semana Andrea Troncoso va a regar las plantas de su Jardín. Es el peor y el mejor momento, en simultáneo.  Lo bueno es saber  que las plantas siguen creciendo, pese a todo. Lo malo es no saber quién tiene razón: si ella, que se resiste, o todos los que le dicen “cerrá ya, te van a hundir las deudas, cerrá”.

Cuando se recibió de maestra jardinera, hace 10 años,  Andrea era empleada del mismo Jardín del que ahora es dueña. “La anterior propietaria me ofreció el fondo de comercio y ahí empezó nuestra aventura”. 

La adrenalina llevó a Andrea, su esposo Eduardo y sus tres hijos, a navegar por logros y dificultades por igual. “Los primeros años pasamos navidad y año nuevo en el jardín, pintando, reparando  y limpiando.  Nunca cerramos. Siempre abrimos el 2 de enero, aunque fuera en horario reducido.”

Pasaron por todo, juntos. Por las matrículas completas y la caída de demanda con cada crisis, los proyectos innovadores para la primera infancia, los padres exigentes, los comprensivos, los demandantes, los amorosos; por las familias del centro y de la periferia. 

El 16 de marzo, con la suspensión de clases, el Jardín Ecoguardianes y otros 22 de la provincia de Neuquén cerraron sus puertas. “En ese momento pensé cómo iba a  reprogramar las actividades para el mes de abril. Creí que todo se terminaba en dos semanas. Hicimos un grupo de Whatsapp  y las primeras 5 familias dejaron de pagar”. 

Desde ese momento los números se precipitaron en su cabeza y en su bolsillo. De las 12 empleadas solo quedaron 3, con pagos de ATP que cada vez son menores. Y al final de los días, más de 50 familias retiraron su aporte. Obtuvo un descuento por el alquiler de la casa, pero aun hoy no logra pagar el total ofrecido por el dueño. 

Sacó un préstamo personal y otro del Iadep para pago de seguros y cargas sociales, pero no hay crédito que aguante ni deuda que resista si no se puede trabajar. Andrea sacó del armario la antigua Overlock y empezó a confeccionar barbijos con diseño.

“Volvería a hacer todo de nuevo, pero sin los errores de confiar tanto en la gente” dice  “apostamos mucho porque tener un Jardín siempre fue mi sueño. Ahora solo me pregunto: ¿dónde quedó la primera infancia? No parece importarle a nadie”.  

En el mes de mayo se quedó sin dinero para pagar deudas. Y mientras todos le piden que cierre, Andrea riega. 

Riega su Jardín. 

El puma

Diego tiene algo que pocas personas logran: saber cuál es su lugar en el mundo, y haber hecho todo por habitarlo. Allá por los ´90 abandonó la carrera de publicista en una productora de Capital. Llegó a San Martín de los Andes con un bolso, una bici y  una carpeta con los planos del hostel que pensaba construir. 

Y se enamoró.

Del sonido de los teros, las casas sin rejas, el buen día de los vecinos. Y de Cecilia, por supuesto, y de los hijos que tuvieron. 

Diego unió el proyecto a su apellido: Puma, lo bautizó, y así nació el primer hostel de San Martín. El 1 de enero de 1999 “tuve que abrir porque me quedaban lo que hoy serian 2 mil pesos en el bolsillo….tenía que empezar a trabajar.”  Puma recibió  a los turistas cada día del invierno y del verano, desde entonces. “En 20 años solo estuvimos cerrados tres días”. 

El 18 de marzo de 2020, antes de que se decretara la cuarentena, Diego colgó un cartel en la puerta. “Cerrado hasta el 31 de marzo”, reza, todavía en el mismo lugar. Dejó viviendo dentro a dos turistas franceses a quienes les consiguió una repatriación a través de la Embajada. Uno, sin embargo, decidió quedarse y aún vive allí, esperando que pase el virus.  

Lo demás es conocido: pidió ATP para los empleados, gastó todos sus ahorros y su vida anterior, lentamente, se comenzó a esfumar. 

Y sin embargo lo peor aún estaba por llegar. 

La muerte protocolarizada

“Se agarró coronavirus no sabemos cómo”. La oración tan temida le llegó a Diego por teléfono, en la voz de su hermano. Y tras doce días de aislamiento en el hospital y otros tantos en terapia, el papá de Diego, Antonio,  murió a los 86 años en Buenos Aires a principios de agosto. 

Lo peor no fue la muerte. “A una cierta edad ya sabés que vas a perder a tus padres y que es inevitable” dice Diego. Tampoco el virus, al fin y al cabo, con las enfermedades previas que tenía, era una víctima probable. 

Lo que verdaderamente dolió fue la soledad de su partida. “Imaginarlo solo en esa sala de hospital fue devastador para todos y lo sigue siendo para cientos de personas que lo están viviendo” cuenta. “La deshumanización de algunos médicos en pos del protocolo es inconcebible, pedimos pagar los  materiales descartables para el último adiós pero no nos dejaron”. 

Los protocolos son, en teoría,  instrumentos para  cuidar a las personas. En algún momento de la cuarentena nos fagocitaron y las personas se convirtieron en el  instrumento para cumplir con el protocolo. 

El viaje fue otra odisea. “Que una máquina pueda decidir si podes viajar para  ver a tu padre es demasiado”. Diego salió a las 6 de la mañana y mientras cargaba “sentí que viajaba a Marte”. Hombre de montaña, al fin, llevó  todo el equipamiento necesario, y nada le sobró, desde el agua caliente hasta  la bolsa de dormir y la comida. Pasó por el alto valle, entró  por Bahía Blanca y durmió en Pigüé, dentro de su auto, en una estación de servicio. Lloró casi todo el viaje. Un domingo finalmente llegó a la casa de su madre, pero no la pudo abrazar: ella temía contagiarle el Covid. 

De regreso en San Martín de los Andes ya no recuerda cuántas cuarentenas tuvo que hacer. Sigue yendo todas las mañana al hostel y piensa en los guías que trabajaban con él y que, si todo sigue así,  deberán acudir a la ayuda de bolsas de comida. 

El puma, se sabe, es un animal astuto que ha sobrevivido gracias a su capacidad de adaptación. No tiene esperanza “simplemente porque no la veo, todavía”, se sincera. Por  ahora, Diego espera. 

Final abierto

No hay pandemia democrática ni cuarentena justa, y desde el punto de vista estrictamente económico, no golpeó a todos por igual. En un extremo están los que perdieron mucho y en el otro quienes, incluso, se vieron favorecidos. Están aquellos que solo esperan la orden de regresar a la oficina para continuar haciendo lo que siempre hicieron y quienes deben reaprender todo para sobrevivir. Sin mencionar al abismo entre los que recibirán el 2021 endeudados y los que llegarán con dinero  en el banco. 

En estos meses aprendimos que los niños no deben salir a   jugar para que los abuelos sigan viviendo, los jóvenes no deben juntarse para no contagiar a los padres, los “esenciales” deben sacrificarse y los “no esenciales” no deben trabajar para que todos ganemos. 

Pero al final del día, todos se sienten estafados, por el virus, el único que continúa con su carrera triunfal. Y cuanto más se habla de empatía, más crece el individualismo y el terror de perder salud  y vidas.  Porque toda vez que se dice que faltarán camas en terapia intensiva por “culpa de la gente que sale, irresponsablemente, a infectar” también se calla  que en los últimos 30 años todos los gobiernos desmantelaron sistemáticamente los sistemas de salud, con desinversión y olvido. 

Y aunque el discurso del miedo es exactamente lo opuesto a la responsabilidad a la que supuestamente apela, el mundo real está lleno de gente que, como los de esta nota, simplemente siguen adelante con el corazón abierto a la incertidumbre. 

29/07/2016

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