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07/07/2020

La mejor muerte

La mejor muerte | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Hace hoy 5 años que el cuerpo de mi hermano Marcelo dejó de respirar, gracias a la arrolladora energía de tantas personas que nos acompañaron a los tres en el pedido de su muerte digna.

Andrea Diez

 

 Morí sin morir

y me abracé al dolor

y lo dejé todo

por esta soledad

ya se hizo de noche

y ahora estoy aquí

mi cuerpo se cae

solo veo la cruz al amanecer

 

(Charly García y Luis Alberto Spineta, rezo por vos, 

Álbum Parte de la religión)

 

¿Existe, acaso, una forma de morir mejor de la que nos dijeron? 

En plena pandemia, con toda la humanidad corriendo contra la muerte que trae el coronavirus, y con millones de personas llorando a sus muertos hablar de la mejor muerte, parece, como mínimo, un exceso. 

Pero no lo es. 

Hasta que mi hermano entró en estado vegetativo yo creía que la muerte era algo que decidía el azar o el destino. Y sigo creyéndolo, aún hoy.  Solo que entendí que ya no se trata del cuándo vamos a morir, sino del cómo vamos a hacerlo. 

Siempre nos dijeron que la muerte era algo espantoso que debíamos evitar a toda costa. Al fin y al cabo ¿Quién se quiere morir? La aceptación de este principio nunca implicó, sin embargo, entregar un cheque en blanco para que posponer nuestra muerte se realice, incluso, a costa de nuestra propia vida. 

Hace hoy 5 años que el cuerpo de mi hermano Marcelo dejó de respirar, gracias a la arrolladora energía de tantas personas que nos acompañaron a los tres en el pedido de su muerte digna. 

Marcelo murió junto a mi hermana Adriana, que durante décadas había enfrentado a dios y al diablo (juntos) para que se cumpliera su deseo: “si a mí me pasa algo, me dejas morir”, le había pedido 16 años antes de que una infección hospitalaria arrasara con su cerebro y la persona que había sido.  

En el recuerdo de sus dos muertes, aún hoy se me confunden las imágenes de su peor vida, aquella que le obligaron a vivir entre 1994 y 2020 para impedirnos decir, en voz alta y sin vergüenza, que podemos decidir morir cuando la vida ha dejado de ser humanamente vivible.  

Cuando una persona que amabas muere, su recuerdo se agiganta. Y te quedas con la sensación del viento en la cara cuesta abajo en el karting de rulemanes, el ínfimo movimiento de sus labios en la media sonrisa, el olor de los canelones que comíamos juntos en la mesa ovalada de la cocina. El estado vegetativo, en cambio, arrasa con su recuerdo y lo reemplaza por la imagen reducida del agujero de la yeyunostomia, la contorsión de la mano en garra. 

Tal vez los 9 folios del expediente judicial de su muerte digna trataba (¡solo!) de eso: de dos mujeres que se negaron a desprenderse del recuerdo de su hermano mientras estaba vivo. Y cada uno de los 35 dictámenes médicos, cada uno de los más de mil folios de la infamia, solo trataban de silenciar un pedido: señor@s médicos, por favor, no dejen a nadie más en estado vegetativo. Porque cuando lo hacen están manipulando la vida, forzando a alguien que no puede decirles: por favor, no me hagan esto. 

Entre caníbales

El 20 de abril de 2009 Adriana se presentó en  Luncec, la institución donde estaba internado Marcelo, con dos hojas firmadas en las que pedíamos que no le suministraran antibióticos en caso de infección. En la reunión (registrada hasta en su más mínimo detalle) Adriana dijo: “Déjennos por favor enterrar de una vez su cuerpo. Marcelo ya falleció, en diciembre de 1994”. A partir de ese momento, la entonces directora médica,  Ana Irusta, forzó con sus denuncias la judicialización. 

Pero fue a partir del 2013, cuando el Superior Tribunal de Justicia de Neuquén avaló el retiro de alimentación e hidratación a Marcelo, que iniciaron los años que vivimos entre caníbales. 

Obispos y funcionarios se alzaron enfurecidos, más preocupados porque no habían podido evitar que esto sucediera en su propio territorio y por fuera de su control que por el contenido de la sentencia. Periodistas que llevaban largo tiempo en el ostracismo consiguieron mágicamente micrófono para autoproclamarse defensores de la vida desde la primera hora, sin dejar de mencionar a abogados y políticos, de esos que se aman tanto a sí mismos y veneran su poder por encima de todas las vidas.

“Lo adoptamos”,  decían sin pestañar ni despeinarse  - como si se tratara de una mascota - un grupo de mujeres religiosas frente a la institución. “Yo le hablo, yo le leo, yo lo visito; en cambio sus hermanas lo abandonaron y quieren matarlo” repitieron cada vez que se encendía una  cámara. Jamás les importó si Marcelo hubiera querido estar con ellas ni recibir su supuesto afecto. Nunca se cuestionaron que él no podía elegirlas, ni decirles lo que en realidad  les hubiera dicho: déjenme en paz; no hablen en mi nombre, ustedes nunca fueron parte de mi vida. El supuesto vínculo que alegaban era en realidad una imposición salvajemente unilateral, una apropiación abusiva edificada en la imposibilidad de Marcelo de elegirlas. 

He hablado con muchas personas sobre lo sucedido esos años, algunos usan la palabra fanatismo, otros “fervor religioso”, “circo”, “morbosidad”  y hasta “locura colectiva”. Todo lo que queda por decir, que no es poco,  se está escribiendo en otros textos, y llegará cuando el tiempo lo madure. Pero yo sigo viendo el cuerpo desahuciado de un hombre al que obligaban a seguir respirando para alimentar a unos caníbales.

Pero el poder no pide: sobreentiende, y la defensa de la vida sigue siendo la plataforma discursiva más efectiva para que algunos entren (y otros se mantengan) en los ámbitos más exclusivos del poder político. Difícilmente olvidemos la cantidad de personas del establishment a las que pedimos ayuda para proteger a Marcelo y  que  murmuraron  en nuestros oídos: “ustedes tienen razón, pero ya saben, en mi posición yo no puedo hacer nada porque me enfrentaría con muchos amigos”.

En los 90 “quedaba bien” combatir la homosexualidad, pero un día la sociedad cambió el peso de la balanza y la homofobia dejó de ser políticamente correcta. De algún modo el solo hecho de que se hablara de  muerte digna socavaba lo más profundo de sus intereses. Y tenían razón: aún hoy me sorprendo de la cantidad de personas que  me llaman para contarme que se animaron a dejar ir a sus seres queridos, incluso retirándole hidratación y alimentación en hospitales públicos. 

En ese momento no podíamos saberlo, pero parte de esta historia se escribió cuando Antígona decide enfrentar al Estado que le impedía dar sepultura a su hermano. Pero ni Adriana ni la Antígona de la ficción querían más de lo que simplemente buscaban: enterrar a un hermano, porque se lo debían.  

El hombre que murió dos veces

Marcelo ¿Por qué seguís vivo de esta manera? ¿Por qué no podes morir?  Durante años se lo pregunté al pie de la cama -nos queríamos lo suficiente como para  decírselo- y muchos de sus más cercanos amigos me confesaron que, como yo, cargaron con el enigma de la respuesta durante los 20 años de su estado vegetativo.  

El 7 de julio de 2015 el rompecabezas, por fin, ordenó todas sus piezas. Llevábamos dos días esperando la noticia de su muerte, por una insuficiencia respiratoria – algo que le había sucedido decenas de veces, tropezando siempre con el cruel triunfalismo de la obstinación médica que le colocaba el tubo del respirador en la garganta, a sabiendas que no  podíamos hacer nada para evitarlo -, pero esta vez nos acompañaba un equipo médico que decidió respetar al hombre que alguna vez había sido. 

Y aunque de repente nuestros teléfonos se llenaron de llamadas y mensajes, tardamos un rato largo en comprender lo que sucedía: la Corte Suprema de Justicia de la Nación había sentenciado a favor de su muerte digna, en el momento en que su cuerpo comenzaba a irse. 

Desde el teléfono le repetía a Adriana la noticia sin dejarla hablar: salió la sentencia - y sin respirar siquiera -, salió la sentencia. Durante dos años, cada martes,  revisábamos la página de la Corte Suprema para ver si el expediente se movía. El único martes que no lo hicimos, subieron la resolución definitiva. 

No puedo detenerme, por ahora, en lo inexplicable de un día en el que sentimos que nos volvimos a abrazar los tres, asustados, como cuando éramos chicos y nos escondíamos en algún lado. Después de las cuatro de la tarde, Adriana me llamó: 

         -  Murió Marcelo. – me dijo. 

Y toqué la tierra, y miré el cielo azul, y nos vi salir corriendo del escondite a los tres, con el sol en la cara, riendo del susto que habíamos pasado.

29/07/2016

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