Columnistas
18/10/2019

Médicos que odian a las mujeres

Médicos que odian a las mujeres | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

La autora reflexiona sobre los profesionales de la salud que se niegan a la interrupción legal de un embarazo. Destaca que el condenado ginecólogo Rodríguez Lastra argumentó en su defensa haber practicado “actos médicos neutrales para salvar la vida de la mujer”, pero “la sentencia lo desmintió rotundamente”.

Andrea Diez

¿Se puede obligar a una mujer a parir contra su voluntad?

Para much@s médic@s esta pregunta era inexistente: nunca se la habían, ni siquiera, formulado. Una mujer embarazada solo debía continuar con la gestación y parir.  

Y punto.  

El 21 de abril de 2019 el juez Alvaro Meynet quitó el punto, escribió la coma y respondió finalmente la pregunta: No. Eso que en Facebook muchos opinólogos llaman “salvar vidas” es en realidad un abuso de poder. Y es un delito, con el agravante de que fue cometido contra una persona vulnerable y sucesivas veces violentada.   

El medico ginecólogo Leandro Rodríguez Lastra se erige como personaje central de esta historia, pero en realidad es un@ de l@s miles que actúan como él. Con apenas tres años en el Hospital de Cipolletti acumuló varios sumarios administrativos (aún sin resolver) por actos reñidos con la ética contra personal y pacientes. Oriundo de provincia de Buenos Aires, soberbio y escurridizo –cuando abrió la boca fue para hablar de él mismo y de su enorme sufrimiento– en ningún momento asumió responsabilidad alguna por sus actos. En un intento algo ingenuo intentó negar sus creencias religiosas, mientras sus tres (sí, tres) abogados lo delataban con su larga trayectoria de militancia en grupos católicos y evangélicos. Nunca sabremos si no fue eso lo que terminó de sellar su condena: su defensa se basó en que todas sus acciones –incluida la de obligar a la víctima a quedarse internada hasta parir– fueron actos médicos neutrales para salvar la vida de la mujer.  

La sentencia lo desmintió rotundamente. 

Rodríguez Lastra podía haber completado la interrupción voluntaria del embarazo que ella misma había iniciado sin que eso significara riesgo de vida. Hubiera podido, incluso y en el límite, haberse hecho a un lado para que otros actuaran. Pero eligió interrumpir el proceso abortivo y forzar a una paciente que tenía el derecho a un aborto legal a continuar con el embarazo que rechazaba, consecuencia de una violación.

Rodríguez Lastra nunca quiso salvarle la vida a la joven (de hecho, se la arruinó). Rodríguez Lastra solo quiso que ella hiciera lo que él quería, y para lograr su objetivo, abusó de su poder y la sometió a su voluntad. 

En su brillante exposición ante un auditorio ciego y sordo en el Congreso de la Nación, la jurista Aída Kemelmajer sintetizó el año pasado toda la controversia sobre la interrupción voluntaria del embarazo en una sola frase: “las mujeres no somos objetos de la reproducción humana”. Que somos sujetas con capacidad de decisión, que tenemos un cuándo, un cómo, un porqué y un sinfín de razones para decidir la maternidad, una materia que no se dicta ni en las facultades de medicina ni de derecho. En realidad cuando un médic@ se presenta como objetor de conciencia, no plantea su propio impedimento moral a realizar una acción contraria a sus creencias (la interrupción legal del embarazo) sino que objeta la decisión moral de la mujer que se niega a ser madre. Lo que le resulta insoportable, en definitiva, es que esa mujer sea sujeto –y no objeto– de la reproducción. 

¿Son, acaso, médicos que odian a las mujeres? Para odiarlas habría que considerarlas personas, tal y como realizan desde hace décadas las organizaciones feministas que sí escuchan a las mujeres. Tampoco es casualidad que del otro lado del banquillo había otra profesional de la medicina, la inquebrantable defensora de las mujeres Marta Milesi. Pero entre acusadora y acusado no había solo dos médicos, sino dos cosmovisiones de la medicina, de la política y de la vida humana. La misma Milesi declaró en el juicio que tomó la decisión de denunciar ante la justicia cuando vio el estado de cosificación al que habían reducido a la joven en el hospital, despojada hasta de su propia palabra. 

En los hospitales públicos la mayoría de estos dilemas se resuelven por la lógica de la ley de la selva: gana el más fuerte y se impone el más poderoso y, sobre todo, nadie se entera. Lo más probable es que a partir de ahora lluevan rabiosas y corporativas objeciones de conciencia –más rabiosas que conscientes porque a nadie le gusta perder el privilegio de la arbitrariedad– pero mientras se espera el fundamento de la sentencia, la apelación y las sucesivas etapas, lo único que está sobre la mesa, por primera vez, es que negarle a una mujer un aborto legal es un delito al que se le está terminando la impunidad. 

29/07/2016

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