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La Biblioteca Nacional fue el escenario donde se realizó un inadvertido primer homenaje a Irma Cuña, ya que en septiembre próximo se cumplirán 90 años de su nacimiento. Para esa fecha, que fue designada por ley provincial el día de la poesía neuquina, se prepara un programa en conmemoración de esta poeta e investigadora, que transformó el panorama poético y literario de la Patagonia.
Con la organización y coordinación del escritor, periodista y editor Guillermo Saavedra, en la sala Augusto Raúl Cortazar de la biblioteca, el 6 de abril comenzó el ciclo “El verso argentino”, dedicado a relevar “el pasado y el presente de la poesía argentina”. En esta primera jornada, hablaron sobre la obra y la vida de Irma Cuña, Isabel Vassallo, Jorge Monteleone y Gerardo Burton.
A partir de este domingo, #vaconfirma.com.ar inicia, con “La víspera del decir”, del escritor, crítico y docente Jorge Monteleone, la publicación de las tres exposiciones. A continuación, se reproduce el texto completo de la conferencia de Monteleone:
Irma Cuña: La víspera del decir
por Jorge Monteleone
“Leé a Bloch”, me decía Irma, “leé El Principio Esperanza”. Me lo dijo muchas veces cuando charlábamos en los años ochenta, antes de su regreso definitivo a Neuquén en 1992, no sólo en las habituales charlas telefónicas sino cuando nos encontrábamos en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires, donde compartíamos las horas de trabajo como investigadores del CONICET. Ella era una investigadora formada de más de cincuenta años y yo era un becario de iniciación que rondaba los treinta. Podía ser mi madre, pero jamás quiso establecer un vínculo filial conmigo, sino una unión cómplice, puramente amistosa a pesar de nuestra enorme diferencia en experiencias vitales y culturales.
Irma me hablaba de París, de Marcel Bataillon, de Martínez Estrada, de sus hijas Susana y Nora de los hallazgos de su nieta Nadia, de la literatura española y de Cervantes, muy a menudo de su esposo Enrique Silberstein, de política nacional (fueron los años del plan austral, del final del gobierno de Alfonsín y del horizonte del menemismo), de sus exilios y desarraigos, de su incesante nostalgia patagónica, de la utopía como si fuera un territorio cercano, inmediato y, siempre y acaso sobre todo de poesía: hablábamos de poesía, esa fue la prenda de unión, el deseo y el refugio, el primer y último territorio utópico. Nos veíamos en el Instituto pero muy especialmente, cuando no existían los celulares, me llamaba por teléfono casi a diario y hablábamos durante largo tiempo. “Leé a Bloch” me decía Irma Cuña, “leé El Principio Esperanza”, era la voz lo que más recuerdo diciéndolo. Una voz en el teléfono. Y en aquellos años, durante muchas tardes y muchas noches esa voz de Irma era sombría, atravesada por la angustia, como si estuviera desterrada en su propia casa, extraña, y su llamado era una especie de salida, como si buscara un horizonte abierto. Siempre sentí que esta ciudad de la furia no era su lugar, que algo la llamaba, algo propio y recordado, íntimo y a la vez extenso, eso que Bachelard llamaba “la inmensidad íntima”.
La voz de Irma comenzaba a hablarme desde muy abajo, espesa y olvidada de sí, como si todas las horas le pesaran, como si la deprimiera el tiempo presente porque vivía entre el recuerdo de lo ido y la futuridad de lo deseado. Creo que allí resonó por primera vez algo que la aterraba, algo que comprendí mucho después con esa palabra: el olvido. El peligro, el riesgo del olvido. Pero desde esa voz que estaba hundida la conversación era como un ascenso a la superficie. Cuando la voz cae, como titula uno de sus libros, de inmediato el habla del entusiasmo la levanta –que es el habla y la posesión de los dioses como significa etimológicamente ese vocablo, el entusiasmo–. Irma no cesaba de hablarme, iba levantando el pulso de su ritmo oral entusiasta, entusiasmada, y se volvía una maestra en el arte de la conversación o una maestra tout court, y al hacerlo siempre era refinadísima, ocurrente y de a poco surgían las imágenes, las citas, las memorias luminosas cuando de pronto, como un relámpago imperioso, aparecía, al pie del mundo perdido, redimida, propia y pura, la risa.
Irma Cuña - Biblioteca Alberdi - 1997
Irma se reía, se reía con una carcajada, nunca un rumor, y por eso cuando la veía en persona discernía detrás de los vidrios gruesos de esos anteojos vagamente oscuros una mirada que llamaría piadosa, blanda, pero también alerta, una mirada despierta a pesar de sus quejas acerca de las cataratas que le impedían ver con nitidez. Alerta o más bien, como dice uno de sus versos, “De nuevo, atenta” y, siempre, la risa. La risa y la mirada atenta. Yo recuerdo a Irma riéndose y a veces me resultaba difícil unir aquella voz que empezaba a hablar como callada en la tarde que la desterraba, con esa otra carcajada orgullosa y socarrona, riéndose de las incongruencias de lo real y de los espejismos del saber y esa mirada despierta a través de los cristales oscuros. Se reía de la solemnidad, de los poderes ridículos de la Academia, se reía también de lo mínimo en su solaz de absurdos y podía advertir la comicidad incluso en el patetismo y la desgracia, por algo era tan cervantina. Como en aquella anécdota extraordinaria de Fernando Lizárraga, que Irene Gruss recuerda en el prólogo a la antología Pasajera del viento, cuando Irma se retiraba de una conferencia puntillosa de Rodolfo Casamiquela sobre lengua y costumbres tehuelches mientras retumbaban explosiones afuera y todos los asistentes pensaban en un festejo futbolero, pero al salir de la sala comprobó que la ciudad estaba arrasada por enfrentamientos sociales, explosiones y gases lacrimógenos. Y aun en medio del miedo y la desazón Irma lanzó una carcajada, una risa como un cuchillo que separaba la furia de la política real y la historia inmediata de los trabajadores estatales desocupados por el ajuste de la ceremoniosa conferencia antropológica sobre aquellos otros exterminados por el poder. Ese absurdo involuntario, esa tragedia de la inadecuación y la falta la conmovían y así entendí, muchos años después, que las carcajadas de Irma eran como eso que llamó en otro poema, los “alaridos en la luz”, la carcajada como grito o como el extrañamiento de un canto.
Pero Irma también se reía de lo cercano, de la caricatura misma, tal como se reía amorosamente de mis camperas, porque me preguntaba acerca de mis camperas suburbanas, cuando venía arropado e inflado por ellas desde los mentideros de Ramos Mejía y me decía que detrás de mí esperaba la llegada de una hilera de muchachos en camperas, todos los amigos del barrio en montón, para iluminarse bajo las luces del centro mientras yo le argumentaba impunemente acerca del coraje de usar campera en las épicas del nylon.
Un día de 1997 recibí desde Neuquén un sobre con el libro El riesgo del olvido, todos los poemas publicados entre 1956 y 1992. Yo había cumplido los cuarenta años, ya era padre, mi madre había muerto, el neoliberalismo había triunfado y arrasaba con creces, hacía muchos años que no hablaba con Irma desde su regreso a la Patagonia. Tenía esta dedicatoria: “Para Jorge Monteleone, que debe aún defender la campera y los amigos de su barrio mientras crece en saber y en investigaciones finísimas, y tal vez en felicidad, espero. Con el cariño permanente de Irma. 1997, Neuquén”. Y allí estaba aquel primer poema, “Neuquina”. “Nací en Neuquén, oasis del desierto” decía.
No nos habíamos visto más, no habíamos hablado desde su partida y llegaba su libro como un cofre de futuro que no terminaría nunca. Ella no estaba ya cuando finalmente yo había comenzado a leer a Bloch y había incorporado el espíritu de la utopía al quehacer poético: el carácter utópico del poema como proyección de la otredad y aun la política utópica del poema. Para siempre la palabra utopía y el principio esperanza estarán unidos para mí a Irma Cuña. Pero miré este libro de tapas negras y letras violetas y me detuve mucho en ese título: El riesgo del olvido. Era como un mensaje que debía descifrar en el libro mismo y que todavía hoy necesito entender cuando lo releo.
El título modifica aquel segundo libro escrito en París y en México en 1961, llamado El riesgo y el olvido, cuando Irma abandonó las formas rítmicas de verso medido de tradición hispánica y estructuras fijas, como las de los extraordinarios sonetos de aquel primer libro de 1956, Neuquina. Gerardo Burton se ocupó junto a la poeta de la edición y me relató la circunstancia, cuando a partir del título de su libro El riesgo y el olvido le dijo a Irma, en broma y en serio que, puesto que siempre tenía miedo de ser olvidada, podía titularlo así: El riesgo del olvido. Ella lo aceptó de inmediato, porque como suele ocurrir, los poetas nombran algo que va más allá de lo literalmente comunicable. Esa poesía nombraba el riesgo del olvido pero también su conjuro. En dos de los poemas del primer libro, Neuquina, aparece por primera vez el motivo. Por ejemplo en el soneto “Tiempo” se lee: “Breve es el tiempo para tanto olvido”; en el último poema, llamado, “Mirada inacabable”, se lee: “y ha de volver la sombra sosegada / con la mirada que no tiene olvido”.
Jorge Monteleone
En la lectura de los libros de Irma Cuña aparecen figuras y voces de apartamiento, de soledad: un yo extranjero o extrañado, un yo alienado o apartado, un yo en soledad o retraimiento, cuya presencia en el mundo es ignorada y sepultada en su mismo dolor. Pero eso que lo atraviesa es una pérdida, la memoria paradójica de la pérdida, que hiere, pero cuya herida misma no puede callarse. La facultad del canto es cantar la pérdida como un modo de salvar el tiempo que arrecia. El canto, el poema, es un modo de regreso y por esa razón obra como una memoria que cancela el olvido, aun cuando el tiempo es breve y el olvido vasto. Los escenarios del desierto son la contracara del tiempo incesante y en él aparece el cacto, erizado y firme, el “cacto empecinado”, como un ojo verde que contempla en el ápice de la atención. Esta es una de las primeras metáforas del yo en la poesía de Irma. El cacto es un ojo verde, un iris blanco, el “ojo rojo de la cactácea” a merced del viento, un ojo que mira con atención y dice lo que ve, un ojo con voz, la voz que cae y se levanta y circula ante la inmensidad íntima del reverbero del horizonte. El ojo del presente es el conjuro del olvido, el ojo de la memoria lanzado sobre el espacio y el tiempo, como se lee en un poema de El extraño:
Todo es un círculo en el bosque,
el ojo.
Mientras el agua disfraza fronteras con nombres inestables
y el viento mueve,
remador,
un follaje distraído.
(Tú, yo, nosotros,
dimensión de día y noche,
cinta de seda roja,
música).
Te devuelvo la infancia para todo el goce abierto.
El ala del sol,
la telaraña de la luna,
la frente-acero del aire.
Para el ojo de nuestra memoria:
ojo verde,
ojo azul,
ojo plata.
Espacio.
En el poema “Los pasados”, de Neuquina, Irma Cuña cita a Rilke: “los pasados hace mucho tiempo están en nosotros como fundación (…), como gesto que asciende de las profundidades del tiempo”. Y el poema comienza: “No olvides este canto, / que es hijo de las noches consteladas / de mis antepasados”. / De noches de misterio y de plegaria, / de luchas y terrores y calvarios. / No olvides este canto”. Esa impronta del canto como memoria y como voz que no se silencia no sólo compone el humus de su poética sino también la reflexión sobre la tradición de oro de la lengua poética española por un lado y, por otro lado, la persistencia de los pueblos originarios exterminados. Lo que busca el yo que dice el poema “Mapuche”, de Otros poemas, es la piedra reverberada, es el eco de aquellos cuyo rumor quiere silenciar el olvido. “De nada les sirvió cosechar tu silencio: / era una fruta verde”, leemos. Y allí comprendemos que silencio y olvido son equivalentes en la poesía de Irma Cuña y así la mudez es el sucedáneo de una represión, de lo no dicho o una de las maneras de morir.
Toda la poesía de Irma Cuña es una lucha agónica por elevar la voz que está hundida, por salirse del olvido, por transformar la extrañeza en nombre, ímpetu y júbilo –no sólo la extrañeza y la extranjería del poeta sino también la de los que se ven como extranjeros, como insolentes extraños en la multitud de los excluidos por los poderes–. “Este libro nació por haber descubierto el signo que llevan en la frente algunos extraños: los que no aceptan un mundo heredado, peor aún, pretenden crear otro con la palabra –escribe en el prefacio a El extraño, de 1977, un verdadero manifiesto poético–. Por eso está destinado al poeta, al artista, al extraño, al hombre, a la mujer y al ángel niño, ya que a ellos, a todos ellos, les cabe en suerte el ser, potencialmente, extraños”. La poeta no quiere correr el riesgo del olvido porque aun cuando las memorias sean parciales y los pasados irrepetibles, cuando no es posible el regreso de lo que se pierde, hay incluso en el silencio y lo callado el trueno de la palabra. De esa paradoja está hecho el canto, porque todo poema es imprevisible y venidero, todo poema es una víspera, todo poema es pura utopía.
Entonces me acordé de leer a Bloch. “Leé a Bloch” me dice Irma mientras la leo. En el cuarto capítulo del primer tomo de El Principio Esperanza, Ernst Bloch se refiere a “La consciencia anticipadora”. Decía que lo que no nos afecta por el rayo de luz de la atención para nosotros no es consciente. Y que en el campo de lo inconsciente se halla lo olvidado y reprimido y aun más, en el estrecho campo de la consciencia misma hay zonas oscuras e indeterminadas. Bloch hace, sin embargo, una distinción entre lo que llama “los dos márgenes”: dice que en el descubrimiento freudiano hay un inconsciente del olvido y la represión en el linde de la consciencia y la pre-consciencia, pero que hay otro linde, otro margen que abre un campo inexplorado y que es diverso del olvido aunque no menos inconsciente todavía: lo todavía no consciente, el inconsciente del otro lado, del lado de entrever hacia adelante. “El todavía-no-consciente es, por eso, únicamente el preconsciente de lo venidero, el lugar psíquico de nacimiento de lo nuevo (no del olvido ni la represión). Y se mantiene, sobre todo, preconsciente porque en él mismo se nos da un contenido de conciencia que todavía no se ha hecho manifiesto, un contenido de conciencia que ha de surgir solo del futuro”, escribe Bloch. Ese contenido es utópico, es la anunciación del poema, es lo que sale del riesgo del olvido, el ojo puesto sobre el horizonte de toda posibilidad, la invención y la lucha por venir, el imperio del siempre, eso que Irma llamaba “La víspera del decir”. ¿No es acaso esa víspera del poema lo que puede evitar el riesgo del olvido, que es el riesgo del silencio?
VÍSPERAS
Por un ligero hilo
pasa la vibración de la palabra.
Quebrada a veces
se congela en letras.
Ellas también son conductores
delgadísimos.
Después está el silencio
a veces total y sin sobresaltos,
a veces sólo víspera del decir.
El poema se entreabre, como una mañana, incluso si el porvenir fuera un espejismo. “El poema salvador, liberador –escribe Irma Cuña– puede ser escrito esta mañana”. El poema que se entreabre contra el olvido como el doble de un silencio orgulloso que no quiere morir.
Irma escribe un poema a la jefa sureña Palmira Painefilú donde se pregunta si estará todavía en su corazón. Le pregunta si ha olvidado, que sería bueno saber si ha olvidado. “Palmira ¿has olvidado? / ¿O todavía estoy en tu piuqué, / como cuando me iba?”. La palabra mapuche piwké significa “corazón”. Así está ella entre nosotros, ahora mismo en el corazón, sin olvido, de nuevo atenta.
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