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Hasta principios de los años ’70 la teoría económica ortodoxa no admitía otra inflación que la de demanda: aumento de ingresos con incremento de la producción y de sus precios, con la disminución de la desocupación. Es la famosa “Curva de Phillips” que relaciona, en forma inversa, inflación con desocupación.
En América Latina ya se había presentado otro tipo de inflación, de carácter más o menos permanente, que estaba lejos de cumplir con aquella relación; la estudiaron y dieron una respuesta satisfactoria los economistas latinoamericanos en lo que se llamó “el estructuralismo, encabezados por Prebisch y la CEPAL, pero la ortodoxia lo ignoró, posiblemente por considerarlo un fenómeno exótico de países marginales. Hasta que, luego de la crisis del petróleo, les tocó vivirlo.
En los países centrales, en los años ’70, hubo inflación pero totalmente diferente de la conocida: no fue acompañada de crecimiento económico y disminución de la desocupación sino que ocurrió todo lo contrario; a pesar de la suba continua de precios, la economía se estancó y aumentó la desocupación. En ese escenario se inventó el término “estanflación” como fusión de “estancamiento” e “inflación”.
En un artículo reciente en el suplemento económico Cash, el economista argentino Andrés Asiain nos recordó que en 1976, cuando recibió el Nobel de Economía, el conocido economista norteamericano conservador, impulsor del monetarismo, Milton Friedman, propuso introducir también el término “depreflación” para los casos en que, en lugar de estancamiento de la economía hay depresión –tasas de crecimiento negativas- acompañada de inflación. La propuesta no prosperó y el término está prácticamente olvidado.
Sin embargo, el término es el adecuado para describir lo que pasa en nuestro país. Tenemos decrecimiento de la economía acompañada de una fuerte inflación. ¿Cómo se explica esta situación?
Conviene comenzar aclarando que no se puede culpar a ninguna “herencia” ni a causas distintas de las que hacen a la responsabilidad del actual gobierno conservador. La depreciación del valor del peso y la reducción o eliminación de las retenciones a la exportación primaria produjo un incremento de precios del orden del 40-50% en los productos esenciales de la canasta alimenticia de la población, generando una traslación gigantesca de recursos en favor de los sectores exportadores más concentrados; a continuación, un insano “tarifazo” implicó otra reducción de los ingresos de las masas populares y un importante aumento de los costos de bienes y servicios. Consecuencia: un aumento general y sostenido de precios de toda la economía que genera aumento de sueldos y salarios, que no alcanza para cubrir el deterioro del ingreso general pero realimenta la inflación, que este año oscilará en el 50% anual.
Esta inflación implica una disminución del ingreso real disponible por los trabajadores y la clase media, a lo que se debe sumar el efecto del aumento de la desocupación debido al despido de 167.600 trabajadores (64.000 públicos) solamente en el primer trimestre del año, así como el incremento en las suspensión entre el personal de la industria, lo que repercute, lógicamente, en las ventas del comercio y en la producción industrial. En el gráfico se puede apreciar la evolución de las ventas en el comercio minorista del país (según datos de CEPA, Centro de Economía Política Argentina, a mayo 2016) y en la información de las distintas cámaras empresarias que se distribuyen por la prensa (por ejemplo, en los primeros cuatro meses del año los despachos de cemento portland cayeron un 27,5% respecto al año anterior, que se usa como indicador de la construcción, o el de la industria de productos eléctricos, que declara estar trabajando al 61% de su capacidad).
En resumen: tenemos una inflación desbocada con caída de las ventas y de la producción y aumento de la desocupación. La “depreflación”, según el decir de Milton Friedman. Estado del que no saldremos mientras se mantenga la actual política económica neoliberal.
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