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Columnistas
27/06/2016

Tensiones de la democracia

Tensiones de la democracia | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.
Foto; infobae

Conocemos rostros y personajes locales y de afuera que alguna vez se creyeron como 'predestinados' para cumplir el de rol de gobernar, y de tal modo tensaron normas e instituciones en el camino de imponer su voluntad.

Antonio Arias

La democracia, con su sensata división de poderes, no ha impedido el advenimiento de dirigentes que al llegar a la cúspide, olvidan el camino recorrido, el sistema que los encumbró y las instituciones que juraron defender en el entramado complejo de un gobierno.  Muchos de aquellos que ejercen cargos ejecutivos son propensos a escuchar el dulce canto de sirenas que los seducen a neutralizar los controles, privilegiar la opacidad a la transparencia y abusar de todas las prerrogativas que ofrece el poder de decidir sobre la voluntad de otros. Con tales insumos, a la vuelta de la esquina espera el llamado ‘personalismo’ del gobernante de ocasión, como deformación de la racionalidad y equilibrio político, y su hermano menor, el “autoritarismo”.

Conocemos rostros y personajes locales y de afuera que alguna vez se creyeron como ‘predestinados’ para cumplir el de rol de gobernar, y de tal modo tensaron normas e instituciones en el camino de imponer su voluntad. La caducidad de los mandatos se ha convertido en una herramienta sustancial de la democracia que permite el recambio de gobernantes, más allá de pertenecer a un mismo partido. Se corta de tal modo con uno de los condicionantes; la perpetuidad en el poder de una misma persona o grupo afín.

Ante la evidencia de no existir un sistema ideal de representación popular y dada la experiencia de democracias  que se conocen como  forma de gobierno, es digno de observar la administración de Estados por personas que circunstancialmente ejercen el poder sin dejar de vivir como el resto de los ciudadanos. Estar cerca de los vecinos y ciudadanos significa compartir las mismas penas y alegrías; decidir por el resto con la misma sensibilidad y consecuencias que los prójimos. Es decir, por contraste, generan suspicacias aquellos que al encumbrarse en un cargo electivo cambian su estilo de vida y las formas democráticas de conducción.

Por caso, he leído en más de una ocasión declaraciones de autoridades de un poder del Estado descalificatorias hacia otros funcionarios. Por ejemplo, intendentes versus concejales, gobernadores contra diputados o presidentes versus senadores, diputados, en fin, congresistas. Se advierte entonces cierto tufillo de ‘encumbramiento’ de aquellos que administran un poder ejecutivo y les molesta los debates y adversidades propias del funcionamiento de otro poder.

El hecho, menor si se quiere, lleva a la reflexión sobre los motivos profundos por el cual un líder democrático agravia a representantes que fueron elegidos con el mismo sistema que lo catapultó a él. Por qué, entonces, “mullidos sillones”, por usar una imagen, pueden cambiar ciertas prácticas políticas de la instancia previa al “encumbramiento”. Como respuesta, la concepción wheberiana de una ética de las responsabilidades en pugna con la ética de las convicciones, parecería  más una autojustificación que una explicación.

En primer término, vale reivindicar los denominados “valores fríos” (1) de la democracia, como son el ejercicio del voto, las garantías jurídicas formales, la observancia de las reglas y leyes, los principios lógicos que permiten a las personas de carne y hueso, cultivar sus propios valores. Se trata de los sentimientos “cálidos” de la amistad, el amor, el afecto, las pasiones y preferencias de todo tipo. Son dichos  valores y la libertad de pensamiento y expresión los que abonan el debate sobre el ejercicio del poder y la necesidad de someterlo a permanente crítica y revisión.

A la vez, los dirigentes o líderes “encumbrados” en general no aceptan el pensamiento crítico, que hace distinciones, y como tal facilita el progreso del conocimiento y la diversidad. Tal actitud suele ser observada con desconfianza y juzgada como “deslealtad”. Cuando gobernantes cuestionan o injurian a políticos o representantes de instituciones con el rol de control o de oposición,  deslegitiman de algún modo al propio sistema democrático. Se trata de rasgos que forman parte de la nebulosa que ya fue definida como el  “ur-fascismo” o “fascismo eterno” (2).

Está claro que defender principios y valores formales del sistema no implica soslayar el fundamento que le da sentido a las instituciones. En nuestra historia política la “justicia social” siempre se interpretó como una forma de distribución de riqueza para los sectores populares. En cambio, los sectores que representan al poder económico financiero, industrial o  agropecuario,  han resistido desde su conformación las medidas orientadas a la equidad social. Es una tensión o pugna que atraviesa el siglo XX y mantiene aún vigencia. En el siglo pasado los cuarteles fueron el brazo armado para defender los intereses de dicho sector. En la actualidad, luego de más de 30 años de funcionamiento democrático ininterrumpido, por primera vez los sectores del poder económico llegaron al ejecutivo nacional con el voto popular.

Entonces, ¿por qué la tensión se mantiene? La idea de igualdad separa las aguas entre quienes sostienen dicha condición en su iniciativa política y conducta moral, como forma de atenuar y reducir los factores de desigualdad entre las personas. En frente están aquellos convencidos de que las desigualdades son un dato ineliminable (3) y como parte de un orden natural. Los que defienden lo igualitario tienen como punto de partida la convicción de entender que la mayor parte de las desigualdades son sociales y por lo tanto, eliminables.   

Modelos de democracias

El funcionamiento del sistema democrático debe tener entre sus objetivos, reducir las diferencias sociales, una forma modesta de aspirar a la justicia social y a la igualdad de oportunidades. Una sociedad sustentada en notorias inequidades, en esencia es una negación de la democracia, aún cuando tenga un sistema ‘formal’ de elección de autoridades. Por ejemplo, según datos de la OCDE del 2011, en México el 10% de los más ricos obtenían el 37% de los ingresos y en contraste, el 10% más pobre apenas superaba el 1% de ingresos. En Chile, los más ricos tenían ingresos 25 veces superiores a los más pobres. En Argentina, considerada entonces en el grupo de “economías emergentes”, la diferencia entre el 10% más rico y el 10% más pobre era de 9 a 1.

Como modelo de democracias con políticas sociales inclusivas se encuentran  los 5 países nórdicos de Europa (Suecia, Finlandia, Dinamarca, Islandia y Noruega), que lograron achatar la pirámide de ingresos; el 20% más rico gana apenas 4 veces más que el 20% más pobre.  Se trata de países que han privilegiado la igualdad, tolerancia y respeto en sus políticas de Estado. 

Fuentes consultadas:

(1)    Claudio Magris, ‘La historia no ha terminado’.

(2)    Umberto Eco, ‘Cinco escritos morales’.

(3)    Norberto Bobbio, ‘Derecha e Izquierda’.

29/07/2016

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