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Al final, Milei presidenteresultó ser la operación de un “estado profundo” urgido por la decepción y el temor. La primera era hija del resonante fracaso de Mauricio Macri y el Pro, que nunca supieron para qué estaban ahí y sólo borrosamente intuían cuál era el trabajo que se esperaba de ellos.
La operación de sustitución de Pro por LLA, empero, ha tenido un efecto colateral y secundario. Han desaparecido las opciones por derecha, fagocitadas, como no podía ser de otro modo, por otra derecha puesta en pista para demostrarle a propios y extraños que el “gradualismo” no es buen negocio y que el círculo rojo no paga timoratos. La política, como la física, odia el vacío, y Mauricio Macri condujo a los suyos al vacío.
Ocurre que los liberales nacieron como tales para librar un combate ideológico contra unos “enemigos de la libertad” que venían desde la izquierda, pero hoy y en el marco de la globalización, esos enemigos vienen de la derecha (Meloni, Orban, Milei) y eso desorienta, de modo muy evidente, a las tribunas liberales tradicionales.
En cuanto al temor que puso en marcha la “operación Milei”, lo disparaba un “kirchnerismo” herido pero siempre acechante que amenazaba, en la preventiva mirada del “círculo rojo”, con “Venezuela”, el partido único y la soberanía nacional. No podía saber, ese estado profundo, que esta configuración fantasmática marcada con la “K”, era sólo una amalgama confusa semejante a esos pingos de las cuadreras que, en la pluma de José Hernández, “parece que sin largar, se cansaron en partidas”, esto es, que se trataba de una formación que cultivaría un prudente posibilismocomo dato identitario de su existencia política.
El proyecto de instalar un presidente “diferente” se transfiguró en operación que, no por difícil, sería irrealizable. La dificultad, empero, estribaba en que el teatro de tal operación era un país secularmente agrario y, por eso, débil inestable en el marco geopolítico de los nuevos tiempos.
Los países de las periferias, como el nuestro, viven una anómala experiencia: son un poco actores y un poco espectadores de lo que ocurre, pero se insinúan siempre como campo de experimentación de nuevas formas de organización social. Lo que se vivía en la Argentina ya desde comienzos del presente siglo era, más que un debate teórico, uno sobre tangibles modos sustitutivos de gestionar la economía, la política y la cultura, y ese debate, confinado a las élites, consumió las dos primeras décadas del siglo.
Llegado el hoy, ¿cómo clasificar a un gobierno como el de Milei, que se dice partidario de la libertad y simultáneamente, prohija conductas violentas de sus partidarios y simbologías que remiten a lo peor que ha producido la humanidad en el siglo XX?
Antes de clasificarlo hay que entender su origen y metas históricas, inteligibles sólo si se contextúan en el duro magma social que da sustancia a nuestros conglomerados obreros y populares y que todavía hablan desde el fondo de la historia.
La tristeza del mundo se apodera de los seres como puede, pero parece lograrlo casi siempre (Céline). Esas masas sufrientes que habitan nuestros conurbanos, no hablan pero dicen. Están diciendo, con su presencia silenciosa, que si dispusieran de una palanca moverían su mundo y el mundo de los otros. Y esa palanca, binaria, es una síntesis de programa con conducción política.
La democracia ateniense dio lugar a una escuela filosófica: los sofistas. La democracia “libertaria” cierra escuelas y sustituye la filosofía por el periodismo. Aquellos sofistas griegos -Protágoras, Gorgias- eran hombres honestos; los sofistas argentinos son sinvergüenzas profesionales.
Adscriben entusiasmados, por ejemplo, a equívocos aforismos como aquel que dictamina que la democracia implica profesar una “ética de la derrota”, esto es, saber perder cuando toca perder. Pero eso, dicho por ellos, es una mentira consciente: aceptan la derrota siempre que el vencedor no sea Lula da Silva o Evo Morales; pues, en ese caso, o bien intentan su eliminación física, o les imputan delitos que permitan perseguirlos para meterlos presos y sacarlos de la competencia electoral. De modo que eso de la “ética de la derrota” no es más que “cháchara”, como hubiera dicho el ínclito Vicente Saadi. El “lawfare” existe, y no fue intentado sólo contra Cristina: fue contra todo el progresismo continental.
Otra sinvergüenzada de los sofistas locales consiste en inscribir un particularen la columna de los universales, a saber, una añagaza interesada que ellos enuncian más o menos así: ningún demócrata genuino piensa en términos de principios categóricos y permanentes. Es decir, lo democrático, en política, consiste en no estar muy seguro de nada. Mandela no sería ningún demócrata genuino según este sofisma. Por lo demás, un principio categórico y permanente es, para los sofistas vernáculos, la intangibilidad de la gran propiedad corporativo-financiera. Ahí sí que valen los principios categóricos y permanentes. Se nos ocurre otro, por cierto más noble, que enunciamos así: hay derrotas honorables, son aquellas en que el vencedor tiene la fuerza y al derrotado le asiste la razón. Ese –repetimos- bien podría ser otro principio “categórico y permanente”.
El caso es que en el país de los sofistas gobierna (o parece que gobernara) un hombre contaminado por odios inverosímiles y proclive a los anatemas miserables.
Sus odios apuntan contra los empleados públicos; sus anatemas se dirigen contra quienes guardan agradecida memoria de los presidentes Kirchner que tuvo este país.
Pero es –repetimos- el origen y la “causa” lo que importa a la hora de entender el fenómeno.
Una operación urdida en un elegante piso de Recoleta en cuyas adyacencias se levantan unos inciertos palacetes fin de siècleque albergan algunas embajadas importantes, habría comenzado –según fuentes inobjetables- con la asignación de un rol escénico: la participación reiterada de un individuo oscuro en cuanto panel político ofrecía la televisión de este país. El hecho que refiero data de hace un lustro, poco más o menos, y lo que habría motivado la realización de aquel discreto cónclave era una doble preocupación. De un lado, la amenaza de estancamiento en los negocios y la rentabilidad decreciente causada por un gasto “macro” reputado excesivo y unos costos de producción que empujaban siempre a la baja la tasa de ganancia de las empresas. El diagnóstico compartido en aquella sesión privada entre un actor “top” del empresariado argentino junto a un par de magnates propietarios de medios y de empresas de tecnología de la comunicación, señalaba al “Estado” como al principal enemigo a derrotar. Lo que gasta el Estado es gasto para nosotros -se dijo allí, esa vez, en esa reunión discreta del “círculo rojo”-. Había que achicar sentina, y achicar era cerrar todo aquello que implicara egresos que, en definitiva, “pagamos nosotros” –explicaron-, al tiempo que impugnaban la carga impositiva y los costos laborales, y tal certeza indiscutible fue el cierre de aquella larga reunión que se extendía ya hasta la hora en que el sol la cresta dora.
Recientemente, el ministro de “motosierra” vino a ofrendar a propios y extraños las seguridades de que había hecho lo que se esperaba de él: «Cada peso que quitamos al gasto público libera recursos para ustedes”, dijo Federico Sturzenegger el pasado 21 de agosto a los empresarios presentes en el “Council of the Americas”, entre los cuales en primera fila estaba el señor Eurnekián, de Corporación América. El “ministro de desregulación y transformación del Estado” aseguró a sus comitentes que a eso vino… a desregular y transformar para que los quejosos empresarios no tengan que seguir pagando de su bolsillo lo que, a todas luces, son gastos prescindibles, como Vialidad Nacional, la marina mercante, el Banco de Datos Genéticos, la discapacidad, el INTA, el INTI, el CAREM, y así siguiendo…
Pero si hay algo casi tan horroroso como ganar hoy menos dinero que ayer, ese algo es que los que pierden se den cuenta de que están perdiendo y empiecen a pensar en organización y programa propios. Y ese ominoso escenario estuvo a punto de configurarse: faltó poco para que hubiera en la Argentina un régimen de partido único como el de Venezuela…
Y el círculo rojo continuó, hasta hoy, con su atormentada reflexión:
Si no hubiera sido por el “kirchnerismo” aquel peligro nunca hubiera existido. Pero el kirchnerismo existía y, lo que es peor, existe todavía.
Kirchnerismo y Estado, así, han devenido la misma abominación y a ambos hay que destruirlos. Pero eso no es tarea para cualquiera. Hay que preparar las cosas minuciosamente. La credibilidad es precondición de la eficacia. No se puede repetir errores ni apostar equivocado, como ya nos pasó.
El guion incluía privilegiar el histrionismo por sobre la representación. Así se instruyó al elegido. Serás un histrión, señalado por el mercado y la Razón, se le dijo, y no sólo inaugurarás un nuevo estilo sino que deberás incurrir en ese estilo a toda hora, pues ese será el modo de lograr que nadie preste atención primera a lo que estás haciendo sino a lo que estás diciendo, las formas deberán ocultar el fondo. Un histrión es un charlatán gesticulante.
El Gargantúa que apareció cuando le abrieron la compuerta hizo clic con los sentimientos más bajos y con los instintos más brutales del desesperado promedio, escaldado durante demasiadas generaciones por frustraciones y resentimientos que eran los mismos que los del golem así manufacturado por aquellos “rabinos” no de Praga sino de Recoleta, en nuestro caso. Y lo peor fue que, ahora, no se trataba de literatura sino de política.
El problema es que el proyecto urdido allí para ser desplegado en la realidad, necesita del totalitarismo, y esto lo hacen mejor las dictaduras militares que los gobiernos surgidos de elecciones. El totalitarismo ínsito a los modelos ultraliberales, niega redondamente la libertad liberal. Requiere gobernar sin presupuesto y requiere desnaturalizar el sistema de gobierno federal, pues el ajuste recortador implica quitarle recursos a las provincias. Ese proyecto, en su límite, reclama, incluso, gobernar sin Parlamento.
El punto débil del proyecto urdido aquella tarde de hace un lustro, residía en que los tiempos se agotaban. Por eso, pensado de apuro, exhibía todos los riesgos de lo temerario.
La edición 1978 del diccionario enciclopédico Espasa, asigna esta definición a la palabra “temerario”: “ … imprudente, y que se expone y arroja a los peligros sin meditado examen de ellos…”.
A su vez, del vocablo “valiente”, postula: “Eficaz o activo en su línea, física o moralmente. …Excelente, primoroso o especial en su línea…”.
Son definiciones de la RAE, y, por tanto, casi estúpidas de tan deficientes. Pero insinúan lo que aquí importa, esto es, una diferencia entre temerario y valiente.
La operación urdida en Recoleta, aquella tarde a la hora en que el sol la cresta dora, no fue valiente, sino temeraria… Había mucho riesgo de imprevistos. Nada más inmanejable que un lumpen, reacio, por definición, a toda disciplina. Así, no es sólo Libra o Spagnuolo; antes, había protagonizado las valijas de Scaturicce, el banco Nación contratando en directo con empresas del presidente de la cámara de Diputados, decenas de muertos por consumo de una droga contaminada que el Estado libertario fue incapaz de controlar, y todo eso pone de manifiesto los riesgos del azar que implicaba la operación “Milei presidente”.
Nunca fui a la guerra guiándome por el vuelo de las aves –tal vez haya reflexionado así Pompeyo, enfrentado a César-; planifiqué siempre que pude, pero dejé librado al azar aquello que depende del alma de los hombres y que jamás puede ser encerrado en un plan. Tal vez el general romano nunca se haya confesado a sí mismo en esos términos, pero si lo hubiera hecho habría tenido razón, salvo un imponderable: hay hombres con el alma rota y que, por eso, pueden llevar al fracaso cualquier proyecto, aun el mejor planificado.
Las legislativas de octubre llaman a la puerta. El nuevo Congreso será una valla a la segura defunción nacional o un ejército en derrota. La buena noticia es que la única fuerza con envergadura suficiente como para frenar esta alocada marcha hacia la disolución (el peronismo), ha tendido, no sin dificultad, a unirse y viene perfilando, en todo el país, candidatos buenos y creíbles.
Entre los finales años ’90 y los iniciales ‘2000, en la comisión de Seguridad Interior y Narcotráfico del Honorable Senado de la Nación, presidida por la senadora por Salta Sonia Escudero, se discutían estrategias para enfrentar la calamidad de las drogas, eufemísticamente llamada “flagelo” por el periodismo sin imaginación. Allí se ponderaban cursos de acción ante hipótesis extremas. Y entre éstas, entre las extremas, el vacío de poder se llevaba las palmas. Tal vacío se precipita cuando la legitimidad de un gobierno ha quedado en entredicho. Y mientras el soberano permanezca en estado de catatonia fuerte, aquella falta de legitimidad no tendría por qué irrogar consecuencias para el sistema político. Pero la Argentina es un país con tradiciones levantiscas de sus conurbanos y autoritarias de sus fuerzas armadas.
Todo aquello hoy es prehistoria, felizmente clausurada prehistoria. No obstante lo cual, la democracia recuperada en 1983, se autodotó de reaseguros: hay una diferencia fundamental que separa a la Defensa Nacional de la Seguridad Interior, dijo la democracia a través de su ley 23.554/88 (art. 4°). Y a través de la ley 24.059/92, dijo también que los dineros del Estado jamás deberán financiar la persecución de opositores políticos. La “seguridad interior” es, en primer lugar, la de los ciudadanos, no la de los funcionarios de gobierno.
Hacer votos por que la prehistoria no nos vuelva a alcanzar es casi una obligación moral, pero esta descomposición gubernamental que otra vez aqueja a la Argentina, no es sostenible en el tiempo. El gobierno muy probablemente obtenga un buen resultado en las próximas legislativas, pero a los seis meses habrá entrado en estado de colapso. Y los lúmpenes no tienen principios. Su único principio es el delito como vía hacia el sálvese quien pueda.
Nuestros principios deben ser cerrar filas en defensa de la democracia y la guerra más despiadada contra la corrupción.
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