-?
En la avenida Colombia al 4300 de la ciudad de Buenos Aires, en el corazón del coqueto barrio de Palermo, se erige un edificio que es mucho más que una simple embajada. Es un confesionario, un centro de peregrinación y, para muchos, la verdadera sede del poder en Argentina. Políticos de todo el espectro, empresarios con aspiraciones, periodistas en busca de la primicia y sindicalistas pragmáticos han desfilado por sus pasillos en un ritual que se repite gobierno tras gobierno. Buscan la bendición, el guiño cómplice o, al menos, la certeza de no estar en la lista negra del "Norte".
El ocupante de ese despacho, el embajador de turno, no es un mero representante. Es un actor político con un peso específico que ningún otro diplomático extranjero posee. Su historia es la historia de la tutela, a veces paternalista, a veces brutal, que ha marcado la relación bilateral. Un rápido recorrido nos revela un patrón tan consistente que resulta, a la vez, alarmante y patéticamente predecible.
De cañoneras y doctrinas
Mucho antes de que existieranlos embajadores tuiteros y los cables de Wikileaks, la tensión entre la soberanía argentina y la hegemonía estadounidense ya se jugaba en el tablero diplomático. A principios del siglo XX, la política del "gran garrote" (Big Stick) de Theodore Roosevelt estaba en pleno apogeo, y la diplomacia de las cañoneras era el método predilecto de las potencias para cobrar deudas a países díscolos.
En 1902, Alemania, Gran Bretaña e Italia impusieron un bloqueo naval a Venezuela para forzarla a pagar sus deudas. Fue entonces cuando un jurista argentino, el canciller Luis María Drago, lanzó al mundo una idea revolucionaria que llevaría su nombre: la Doctrina Drago. Su postulado era directo: ninguna potencia extranjera podía usar la fuerza militar contra una nación americana para cobrar una deuda pública. Era un intento audaz de ponerle un límite legal al matonismo internacional.
La respuesta de Washington fue una obra maestra de la hipocresía geopolítica. En lugar de adherir a la doctrina argentina, Roosevelt formuló el "Corolario Roosevelt" a la Doctrina Monroe. ¿La traducción? "Tienen razón, las potencias europeas no deben intervenir... así que intervendremos nosotros para asegurarnos de que ustedes paguen". Estados Unidos se arrogaba el derecho de ser el policía y el cobrador del continente. Fue el primer gran choque de principios: Argentina proponiendo un orden basado en el derecho internacional, y Estados Unidos imponiendo un orden basado en su propio poderío. La semilla de la desconfianza y el tutelaje estaba plantada.
Y si de cañoneras hablamos, en 1832 el presidente Andrew Jackson nombró a Francis Baylies como encargado de negocios en Buenos Aires, a quien el secretario de Estado, Edward Livingston, le dio instrucciones precisas para que desconociera formalmente la autoridad argentina sobre las islas Malvinas. Para justificar esta postura y la agresión militar previa ocurrida un año antes, Livingston calificó el decreto soberano de 1829 como una simple "excusa para cometer actos de piratería", negando así cualquier legitimidad a los reclamos y acciones de Argentina.
El arquetipo fundacional: "Braden o Perón"
Con ese telón de fondo, no sorprende la llegada de personajes como Spruille Braden. Su paso por Buenos Aires en 1945 fue tan breve como incendiario, y sentó las bases de lo que sería la intervención en su forma más descarada. Braden (mayo 1945 – septiembre 1945) no se anduvo con rodeos diplomáticos. Llegó con una misión: impedir que Juan Domingo Perón, entonces un coronel en ascenso con tufillo a nacionalismo económico, llegara al poder.
En lugar de cenas de gala y discursos floridos, Braden se dedicó a financiar a la oposición, a reunirse abiertamente con los antiperonistas y a denunciar al gobierno militar en cada oportunidad que tuvo. Su activismo fue tan explícito que el propio Perón, un genio del marketing político -cuando prácticamente todavía ni se conocía ese concepto, hoy tan en boga- lo usó a su favor. La campaña electoral de 1946 se simplificó en un eslogan que es historia pura: "Braden o Perón". El pueblo argentino, ante la disyuntiva de elegir entre un coronel argentino y un señor regordete que venía a dar órdenes desde Washington, no dudó. El tiro le salió por la culata a Braden de una manera espectacular.
La lección, sin embargo, no fue "no intervenir", sino "intervenir con más astucia". Braden se fue, pero su espíritu se quedó flotando en los salones de la embajada.
Tras esa nefasta experiencia las relaciones fueron cambiando con el tiempo. Una década más tarde y meses después del derrocamiento de Perón, un informe del embajador británico en Buenos Aires, Sir Francis B. Evans, fechado en enero de 1956, señalaba: "Con los EE.UU. las relaciones habían llegado a un alto nivel de cordialidad antes del final del difunto régimen. Visitantes norteamericanos distinguidos habían sido recibidos con gran ceremonia y a su vez dispensaron grandes halagos sobre Perón y sus logros. El embajador de los EE.UU. tenía algunos motivos para felicitarse a sí mismo por haber tenido éxito en la generación de relaciones provechosas con Perón: se había alcanzado un acuerdo con la Standard Oil de California para la explotación petrolera en el interior y se habían prometido créditos norteamericanos para cierto trabajo. La caída de Perón desbarató la mayor parte de estos logros y la amistad argentino-norteamericano ha sido enfriada por sospechas de penetración norteamericana."
La Guerra Fría: "Estabilidad" a punta de golpes
Con el mundo dividido en dos, la sutileza no era una prioridad. La misión de los embajadores en las décadas siguientes fue simple: mantener a Argentina alejada de la órbita soviética, sin importar el costo democrático. Los embajadores de esta era, como Robert McClintock (febrero 1962 - mayo 1964) o Robert Hill (febrero 1974 - mayo 1977), eran expertos en leer el clima político y en dar las señales correctas tanto a dirigentes empresarios y políticos, como a las Fuerzas Armadas, es decir al"partido militar" que Washington consideraba, en última instancia, un garante de la estabilidad prooccidental.
Cuando el presidente Arturo Frondizi (1958-1962) intentó diferenciarse de la política estadounidense respecto a la Cuba de Fidel Castro, la paciencia de la administración estadounidense mostró sus límites. Muchos años despuésel investigador Leandro Morgenfeld dio a conocer un telegrama enviado durante el “frondizismo”por el Secretario de Estado de EE. UU. Dean Rusk, a su embajador McClintock, en el que expresa que si bien públicamente deben mantener una postura de no intervención, estratégicamente están satisfechos con los cambios en la política exterior argentina que fueron provocados por la presión militar sobre el gobierno civil. La instrucción fue que el embajador, en sus contactos con los militares, les sugiriera moderar su presión ahora que se lograron esos cambios, para así evitar un golpe de Estado que sería perjudicial para los intereses de Estados Unidos. En resumen: "Nos gusta el resultado de la presión, pero no lleven las cosas tan lejos como para romper el orden constitucional". El golpe igual se produjo y el agua no llegó al río.
El eufemismo resultó ser la clave. Podía no hablarse de "derrocar gobiernos electos", sino de "superar crisis institucionales" o "apoyar a las fuerzas modernizadoras". El embajador era el termómetro que leindicaba a los generales cuándo la Casa Blanca miraría para otro lado.
Los años de plomo: La connivencia siniestra
El período más oscuro llegó con la dictadura de 1976. Documentos desclasificados por el propio gobierno de EE.UU. años después, disponibles en el National Security Archive, confirman lo que ya se sospechaba: la administración del presidente Gerald Ford, y en particular su secretario de Estado, Henry Kissinger, dieron una "luz verde" al golpe.
El embajador de la época, Robert Hill, informó a Washington meses antes sobre los planes golpistas. Tras el 24 de marzo, el nuevo embajador, Raúl Castro, tuvo la tarea de gestionar una relación que consistía en apoyar públicamente al régimen en su "lucha contra la subversión" mientras en privado se recibían los primeros informes sobre desapariciones masivas de personas. La política de Jimmy Carter, junto con Patricia Derian, subsecretaria para Derechos Humanos y Asuntos Humanitarios, intentó poner el foco en los derechos humanos, generando una enorme tensión con la Junta Militar, pero el establishmentde Washington, obsesionado con el comunismo, nunca dejó de ver a los generales como un mal menor. La intervención aquí no fue con discursos, sino con un silencio cómplice y apoyo financiero y militar que permitió al régimen consolidarse.
Con la llegada de Ronald Reagan a la presidencia en 1981, la prioridad absoluta de la política exterior estadounidense pasó a ser la Guerra Fría y la lucha contra la Unión Soviética. La dictadura argentina, que se presentaba a sí misma como una defensora del "mundo occidental y cristiano" frente al "marxismo subversivo", fue vista por la nueva administración no como una violadora de derechos humanos, sino como un valioso aliado anticomunista; por lo menos hasta la Guerra de Malvinas, en la que su embajador Harry Shlaudeman, (abril 1980 – agosto 1983) poco pudo hacer para convencer al gobierno del dictador LeopoldoGaltieri que iban directo a una derrota,y que Estados Unidos no haría nada por salvarlos si no ponían freno a la aventura.
La Primavera Democrática y la mirada vigilante
Con el retorno de la democracia en 1983, la relación entró en una nueva fase, no menos compleja. El gobierno de Raúl Alfonsín, surgido de las urnas con una legitimidad inmensa, no era fácilmente manejable. Su decisión de llevar a juicio a las Juntas Militares, un hecho sin precedentes, fue vista con recelo por sectores de la administración Reagan, que preferían una "reconciliación" que no removiera demasiado el pasado.
Además, Alfonsín impulsó una política exterior que en alguna medida desafió la hegemonía estadounidense en la región, al crear el Grupo Contadora de apoyo para buscar una salida pacífica a los conflictos en Centroamérica, lo que irritó profundamente a una Casa Blanca empeñada en financiar a los "Contras" en Nicaragua.
En nuestro país, el embajador estadounidensede la época, Frank V. Ortiz Jr., un diplomático de carrera, tuvo que equilibrar el apoyo formal a la nueva democracia con la presión constante para que Argentina se alineara y no generara olas en el patio trasero, más aún con los acuerdos pesqueros y cerealeros con la entonces vigente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
La relación fue formalmente correcta, pero subterráneamente tensa. Fue la calma que precedió a la fiesta de la sumisión.
La fiesta de los 90: El arquitecto y el animador de las "Relaciones Carnales"
La caída del Muro de Berlín y la llegada de Carlos Menem al poder inauguraron la era dorada de la influencia estadounidense. Pero antes del animador de la fiesta, llegó el arquitecto. Terence Todman, un experimentado diplomático, fue el embajador (junio 1989 – mayo 1993) que sentó las bases de lo que vendría. Con la habilidad de un veterano, Todman trabajó incansablemente para alinear al nuevo gobierno con los dictados del Consenso de Washington. Su lobby se centró en las grandes reformas estructurales. Impulsó con fervor las primeras privatizaciones, como las de Entel (Empresa Nacional de Telecomunicaciones)y Aerolíneas Argentinas, y la apertura económica, preparando el terreno para el declamado desembarco masivo de capitales. Su trabajo era de alta diplomacia, convenciendo a la élite política argentina de que el único camino posible era el que marcaba Washington. Fue protagonista en la denuncia por el "Swiftgate", una de los primeros escándalos de corrupción durante la administración menemista.
Cuando Todman se fue, el escenario estaba listo para la estrella del show: James "Jim" Cheek (julio 1993 - diciembre 1996). Si Todman fue el arquitecto, Cheek fue el maestro de ceremonias de las "relaciones carnales", término acuñado por el canciller Guido Di Tella. El lobby de Cheek era más crudo y transaccional. Su misión era asegurarse de que las empresas estadounidenses se beneficiaran del nuevo paraíso neoliberal. Presionó hasta el hartazgo por una Ley de Patentes que favoreciera a los laboratorios farmacéuticos de su país, convirtiéndose en un dolor de cabeza para el Congreso argentino.
Al igual que Braden con la United Fruit Company, Todman y Cheek terminaron siendo impresionantes lobistas. Según informara Clarín en su momento (Ver enlace), el ex embajador Terence Todman intercedió para que en 1997 el Exxel Group comprara buena parte de las empresas de Alfredo Yabrán, formando parte del directorio del grupo de capital norteamericano.
Tras su salida de la Embajada, Cheek pasó como lobista o director por varias empresas que operaban en la Argentina, como Ogden, American Airlines, Mattel y Azurix, la concesionaria del servicio de aguas y cloacas de la provincia de Buenos Aires. Reconocido hincha de San Lorenzo, fue director de Ciccone Calcográfica, empresa que Cavallo consideraba como apéndice del Grupo Yabrán. Fue desde ese sitial que tuvo que declarar ante la Justicia en el caso de una presunta estafa. Salió indemne del proceso. Por lo visto nunca “se le escapó la tortuga”.
El desencanto K y los cables de Wikileaks
La crisis de 2001 y la posterior llegada del kirchnerismo enfriaron drásticamente las "relaciones carnales". La embajada pasó de ser un socio a convertirse, nuevamente, en un vigilante. Los embajadores de esta etapa, como Lino Gutiérrez (octubre 2003 – julio 2006), Earl Anthony Wayne (junio 2006 – abril 2009) o Vilma Martínez (septiembre 2009 – julio 2013), adoptaron un perfil bajo pero no menos influyente.
La suerte de Gutiérrez (de origen cubano) se jugó tras la a IV Cumbre de las Américas de 2005, en la que la delegación estadounidense se sintió maltratada por el gobierno de Néstor Kirchner. Ya en la asunción de 2003 otro funcionario de origen cubano, Melquíades “Mel” Martínez, había manifestado su indignación por la presencia de Fidel Castro. Ante tanto funcionariado cubano-norteamericano por estos lares, vale recordar que Lamelas también tiene ese origen.
El verdadero rol de la Embajada quedó expuesto, tiempo más tarde, gracias a las filtraciones de Wikileaks. Los cables diplomáticos enviados desde Buenos Aires a Washington, y dados a conocer por medios de todo el mundo, eran un manual de espionaje político. En ellos, los diplomáticos analizaban con crudeza la personalidad de Néstor y Cristina Kirchner, especulaban sobre la salud mental de la presidenta, detallaban las internas del poder y pedían a sus contactos información sobre la oposición.
Uno de los cables más recordados fue aquel en que la entonces secretaria de Estado, Hillary Clinton, pedía a la embajada que investigara el "estado mental y de salud" de Cristina Fernández de Kirchner, preguntando cómo "maneja sus nervios y ansiedad". Era la prueba fehaciente de que el trabajo del embajador iba mucho más allá de los cócteles y las ceremonias.
Del embajador inexperto al influencer de Twitter
Los últimos años han ofrecido dos perfiles de embajador que parecen sacados de una comedia. Primero, Noah Mamet (enero 2015 – enero 2017), un importante recaudador de fondos para la campaña de Obama que, durante su audiencia de confirmación en el Senado, afirmó que pretendía que el gobierno argentino cumpla con sus obligaciones internacionales y “normalice” sus relaciones con acreedores y organismos como el FMI. Tal como Lamelas, su nombramiento fue el ejemplo perfecto del embajador como "premio político", sin importar su idoneidad para el cargo. A pesar del accidentado comienzo, su gestión coincidió con el cambio de gobierno hacia Mauricio Macri y un nuevo deshielo en las relaciones.
Más tarde llegó Marc Stanley (enero 2022 – enero 2025). Stanley fue el procónsul 2.0. Un abogado texano, directo y sin pelos en la lengua, que entendió que el poder hoy también se ejerce en las redes sociales. Su cuenta de Twitter fue una herramienta política. Un día se mostraba comiendo empanadas en La Pampa, otro se reunía con gobernadores de la oposición, y al siguiente, lanzaba una advertencia velada sobre la influencia de China en la licitación de la Hidrovía o sobre los riesgos de no acordar con el FMI. Stanley no necesitaba filtrar sus opiniones a la prensa, era asiduo entrevistado. Cada una de sus reuniones con figuras políticas fue fotografiada y difundida, un recordatorio constante de quién es el interlocutor ineludible.
El Peregrinaje Interminable
El estilo del embajador estadounidense en Argentina cambia con los vientos políticos de Washington y Buenos Aires. Pasa del interventor descarado al socio de negocios, del espía discreto al influencer digital. Pero el fondo de la cuestión permanece inalterable: la embajada en la avenida Colombia es un centro de poder fáctico.
Mientras Argentina continúe con su dependencia del dólar, necesitando el aval del FMI, y, por lo tanto, la bendición de la superpotencia global, buena parte de la dirigencia política y económica seguirá haciendo el peregrinaje al edificio situado en el barrio de Palermo. Seguirá escuchando con atención los "consejos" del embajador de turno, tratando de descifrar qué hay detrás de sus sonrisas y sus advertencias. Y el procónsul, sea quien sea, seguirá desempeñando su doble papel: el de diplomático y el de actor principal en el eterno drama de la política argentina.
Va con firma | 2016 | Todos los derechos reservados
Director: Héctor Mauriño |
Neuquén, Argentina |Propiedad Intelectual: En trámite