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En teoría política, una deuda pública que pesa sobre todo el pueblo requiere que haya sido tomada en beneficio del mismo y que haya cumplido una serie de requisitos formales, en especial, que haya sido aprobada por sus representantes. De lo contrario, podría ser repudiada como “deuda odiosa” y no pagada.
En la historia contemporánea está, como antecedente, la posición de Estados Unidos luego de la guerra de Cuba (1898), que negó a los banqueros españoles el pago de una deuda pública del gobierno de la isla porque “son inexigibles las obligaciones que se contraen y pesan sobre el pueblo sin que las mismas hayan significado algún beneficio para éste”.
Otro antecedente importante es el de Costa Rica (1923). El dictador Federico Tinoco garantizó a una petrolera británica una concesión a cambio de un crédito del Royal Bank of Canadá. Costa Rica repudió la deuda porque daba beneficios impositivos que eran, según la Constitución, resorte exclusivo del Parlamento. Planteado en la Corte de La Haya, las partes aceptaron que actuara como árbitro William Taft, presidente de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, quien falló a favor de Costa Rica.
Fue en esa época, años ’20 del siglo pasado, en que Alexander Sack, profesor ruso radicado en París, teorizó sobre la deuda pública y estableció, como regla general, que las deudas tomadas por un gobierno corresponden al estado y deben ser cumplidas por los eventuales gobiernos sucesores. La excepción es la deuda cuando es contraída por un régimen despótico que no está basada en las necesidades de la población; en este caso recae sobre quienes la tomaron y no sobre toda la nación. Propuso denominarla “deuda odiosa” y, entendió, que un Tribunal Internacional era el único con poder para declararla como tal. Con estos argumentos (y la presión de Estados Unidos), a pesar de la oposición de los capitales europeos, el Club de París le perdonó a Irak el 80% de su deuda (39.000 millones).
Un caso distinto es el de Alemania Federal, que tenía como antecedentes las reparaciones de guerra impuestas por los aliados luego de la Primera Guerra, impagables, que llevaron a la joven república a la crisis económica, hiperinflación y, finalmente, al régimen de Hitler. Finalizada la segunda guerra, capitales (y gobiernos) de Estados Unidos, Francia e Inglaterra pretendían cobrar las deudas impagas por el Tercer Reich y las generadas en la posguerra, pero existía el temor de repetir el error anterior. En 1951 Alemania Federal aceptó negociar y se reunieron en Londres con 26 países más. Basados en la imposibilidad de pago, se acordó a) una quita del 80% de la deuda total y b) facilitar un superávit comercial germano que hiciera posible el pago. Esta última cláusula es la semilla del “milagro alemán”. La “imposibilidad de pago” fue el argumento utilizado por nuestro país en la renegociación de la deuda en al año 2005.
Al comenzar la década de los años ’80 la situación de la mayoría de los países latinoamericanos era similar, en crisis por la abultada deuda externa. En el caso argentino, la deuda había sido contraída por la dictadura y era ilegal e ilegítima: por la Constitución Nacional el único que puede endeudar al país es el Parlamento, que no funcionaba (se llegó al caso extremo de nacionalizar la deuda privada por una simple comunicación del Banco Central: la A251 bajo el ministerio de Cavallo) y, además, el destino de la mayor parte de los fondos (al igual que la deuda que años después asumió Macri) no fue en beneficio del pueblo argentino sino que terminó “fugado” al exterior por la especulación financiera. Podría haber sido declarada deuda “odiosa”, tal como propuso el embajador Miguel Ángel Espeche Gil en 1984 y que resulta también de la presentación judicial que hizo Alejandro Olmos en 1982.
Dos destacados economistas (Mercedes Marcó del Pont y Héctor Valle en “Crisis y reforma económica. Noticias del país real”) sostienen que “El problema del endeudamiento operó desde siempre como una trampa no demasiado oculta para quien la quisiera ver. Y esa trampa estuvo tendida desde el inicio de la flamante democracia, recortándole las alas desde el primer momento. Los nuevos dirigentes votados para gobernar este país optaron por no desactivar esa bomba de tiempo”
En realidad, parece que más que optar por reconocer la deuda, lo que pasó es que no pudieron repudiarla. Al menos, al principio, la intención del gobierno de Alfonsín (ministro Grinspun) pareció clara: se intentó unir a los países latinoamericanos deudores con el argumento de que “se necesita la colaboración de los países acreedores, ya que el problema de la deuda es eminentemente político”. Una propuesta presentada por Argentina en la Asamblea del BID (el reemplazo de la deuda regional por un bono a largo plazo y baja tasa de interés a colocar en los países centrales) fue rechazada por los países acreedores y el organismo internacional como ”descabellada”.
En junio de 1984 Argentina convocó a una reunión en Cartagena de Indias con el fin de constituir un “Club de deudores” para negociar colectivamente la reestructuración de la deuda. Concurrieron 11 países que representaban el 80% de la deuda regional. Estados Unidos salió en defensa de sus Bancos (y del sistema financiero global) con el apoyo de los países europeos. Se declararon dispuestos a negociar con cada país en forma individual pero no a reconocer ningún club de deudores. Paulatinamente fueron acordando con los distintos paísesy la idea de “club de deudores” se enfrió y el país, ahogado financieramente, para evitar el “default”, acordó con el FMI.
Juan Carlos Torre, que fuera alto funcionario del ministerio de Economía, cuenta en sus memorias (“Diario de una temporada en el quinto piso”, 2021) las presiones (internas y externas) y las dificultades que tuvieron que sortear en la elaboración de una política económica.
En 1989 Estados Unidos lanzó el plan Brady, que consolidaba a largo plazo la deuda de los países deudores: Acordó México y, al año siguiente, Venezuela, Costa Rica y Uruguay. Argentina adhirió en 1992 (gobierno de Menem), legalizando por el Parlamento la deuda en cuestión.
Como consecuencia de la deuda, los años ’80 fueron la “década perdida” para nuestra región. Al iniciar la década, en conjunto, debían 309.800 millones de dólares; en los diez años se transfirieron al Centro un neto de 223.600 millones de dólares (el 70% de la deuda inicial); pero, al finalizar la década, se debían 442.645 millones. Gran parte del excedente económico generado en América Latina y el Caribe, en lugar de ir a inversiones y crecimiento económico, había sido destinado a pagar parte de los intereses de la deuda.
Como dijo Raúl Scalabrini Ortiz, “endeudar a un país a favor de otro hasta las cercanías de su capacidad productiva, es encadenarlo a la rueda sin fin del interés compuesto…”.
Después de los ’80 vinieron Menem y De la Rúa, que continuaron endeudando al país hasta la crisis del 2001 y la declaración del “default”. La reestructuración de deuda lograda por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández (2005 y 2010, respectivamente) la hicieron manejable (por la quita, el largo plazo y baja tasa de interés), pero vino el gobierno de Macri, que volvió a la política anterior: nuevamente, para superar problemas de corto plazo, se comprometió al futuro del país asumiendo una deuda externa impagable. Deuda que Milei no hizo mayor contra su voluntad y la de sus funcionarios, los mismos que nos endeudaron con Macri; fue, simplemente, porque no consiguieron quien les preste.
Argentina contemporánea parece condenada a sufrir periódicamente gobiernos neoliberales (Videla, Menem, Macri, Milei) que repiten la misma política, con las mismas consecuencias, como si la historia fuera circular. Esto hace recordar al mito griego de Sísifo, que fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio.
Así, nos obligan a cargar, una y otra vez, como ocurre hoy, con el peso de la deuda externa, deuda que, independientemente de lo formal o legal, la podemos calificar como “odiosa”, ya que no fue tomada en beneficio del pueblo e impide nuestro crecimiento.
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