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El fenómeno inflacionario en tiempos modernos se origina en el siglo XVI en España, a raíz de la entrada continua de metales preciosos (oro y plata) proveniente de las minas de América, que se explotaban fundamentalmente con el trabajo casi esclavo de los nativos, sistema denominado como “mita”.
Fue el español Martín de Azpilcueta (conocido como “el doctor navarro”) el primero en dar una explicación científica del fenómeno, lo que se considera origen de la economía política como ciencia. En 1556 escribió “Comentario resolutorio de usuras”, que explica el aumento permanente y generalizado de precios en el exceso de moneda respecto la producción de bienes. Se trata de la hoy llamada inflación de demanda.
Así quedó en la teoría económica durante muchos años y también en la opinión pública, al punto que las escuelas de pensamiento que quedaron en el siglo XIX, como la “austríaca” a la que adhiere el presidente Milei, hablan de la inflación como fenómeno monetario.
Sin embargo, hay antecedentes históricos conocidos, que muestran que hay otras causas que también se manifiestan con inflación. Por ejemplo, durante la decadencia del imperio romano (siglos III y IV) el emperador Septimio Severo, apremiado por la falta de ingresos públicos frente al aumento de los gastos, resolvió disminuir la cantidad de metal noble en las aleaciones monetarias, dejando sin modificación su valor nominal (la moneda, garantizaba, con el rostro del emperador, determinado peso de metal precioso). Cuando el público se dio cuenta de la estafa, respondió con aumento de precios (desvalorización de la moneda).
A Septimio Severo no le preocupó mucho ese fenómeno y pasó a la historia con el siguiente consejo a sus hijos: “enriqueced a los soldados y burlaos de los demás”, consejo seguido por muchos gobiernos a través de los siglos.
Hay que recordar que el papel moneda actual no tiene valor intrínseco y es aceptado porque con él podemos comprar los bienes y servicios necesarios. Funciona porque creemos que va a funcionar; es un dinero crédito, basado en la confianza del público.
Inicialmente se trató de moneda de papel, que representaba determinado valor en metal precioso, y que, en cualquier momento se podía cambiar por su equivalente metálico (recuérdese a la Caja de Conversión en Argentina). Después de la segunda guerra en la conferencian de Bretton Woods se estableció al dólar estadounidense como unidad de valor (el dólar, a su vez, referenciado con valor oro) y se fijó un sistema de cambio fijo de las distintas monedas con el dólar. El sistema duró hasta 1971, fecha en que Estados Unidos decretó la inconvertibilidad del dólar. A partir de ese momento ninguna moneda tiene “respaldo” o valor intrínseco, como generalmente se cree, sino que su valor deviene de la fe, de la creencia generalizada en su valor. Es, como ya se dijo, la moneda-crédito.
Por ejemplo, la “convertibilidad” de Cavallo en los años ‘90 era entre peso y dólar, pero el dólar era inconvertible, así que era una convertibilidad muy limitada al valor de otra moneda que, a su vez, era inconvertible. Por carácter transitivo, el peso seguía siendo inconvertible.
Luego de la segunda guerra en América Latina aparecieron nuevas inflaciones, producto de desequilibrios macroeconómicos. El principal de ellos fue en el sector externo, ante la necesidad continua de productos importados y la insuficiencia de divisas para satisfacer esa demanda, agravado por el elevado endeudamiento externo, originado en la misma causa, y que necesita cantidad crecientes de divisas para el pago de intereses y amortización. Las sucesivas devaluaciones de la moneda local se trasladan a los precios y llevan a la inflación-
En los años ’70 se produjo la creación de la OPEP (Organización de Países Productores de Petróleo) y un enorme salto en el precio de este insumo energético esencial para la industria. La consecuencia fue recesión con alta inflación, que se denominó con el neologismo de “estanflación”. Al contrario de la inflación de demanda, que viene acompañada (al menos en niveles moderados) de mejora de los ingresos (tanto sueldos como ganancias) y de la ocupación, la nueva inflación viene con incremento de los costos de producción y recesión económica. Por eso se denomina “inflación de costos”.
Hoy se acepta que la inflación no es más que un síntoma de desequilibrios macroeconómicos y puede depender de múltiples factores (normalmente es multicausal). En el caso argentino la actual inflación es, claramente, una inflación de costos, producto de la lucha por la distribución del ingreso.
El nivel de la inflación depende, fundamentalmente, de las siguientes variables: 1) La cotización del dólar (que fija los precios de los productos de exportación, que son básicos en la canasta de bienes de consumo, y los de importación, como los insumos, que influye en el precio final de los productos industrializados), 2) el nivel de los salarios (influye en los costos), 3) la tasa de ganancia aplicada en la fijación de precios y 4) las tarifas de servicios públicos (integran los gastos familiares y los costos de los productos).
Es fundamental el diagnóstico exacto de las causas que producen la inflación para acertar con las políticas económicas adecuadas. Si se tratara de una inflación de demanda muy alta, una política es el ajuste del gasto público para reducir el exceso de demanda. Pero si se trata de inflación de costos esta política es errónea y produce recesión (aumento de la desocupación y pobreza), como viene pasando con el actual gobierno. Lo que corresponde hacer es lo contrario al ajuste: es la expansión de demanda.
Así, durante el gobierno de Néstor Kirchner la política expansiva (y, hay que aclarar, un mercado externo favorable por el aumento de precios de los productos primarios) permitió un buen crecimiento económico con una inflación anual promedio del 20,8% (menos del 2% mensual), y Cristina Fernández, en su primer gobierno, del 32,47% anual, que fue subiendo durante el segundo gobierno, por la situación internacional, hasta el 69,5% anual (2019); luego vino Macri y, con su política de ajuste, causó caída del PBI y duplicó la tasa de inflación. Y no hablemos del ajuste de Milei, que produce una fuerte recesión económica (se prevé una caída del PBI del 9,8% este año) con una elevada inflación (25,5% mensual en diciembre por una mega-devaluación del peso).
A partir de esta cifra de diciembre, durante este año la inflación ha ido disminuyendo (20.6% en enero, 13.2% en febrero, 11% en marzo, 8,8% en abril, 4,2 en mayo y 4,6% en junio). Esta baja se debe a que: 1) el gobierno ha mantenido la cotización oficial del dólar con una devaluación del 2% mensual, muy por debajo de la tasa de inflación, y, por otro lado, ha intervenido (gastando las divisas de la reserva, siempre escasas) para evitar que la cotización del dólar paralelo (o “blue”) se “dispare”, 2) la tasa de ganancia está “planchada” por la caída de las ventas (aproximadamente un 20% anual); 3) Lo mismo los salarios, por política del estado y por presión de la creciente desocupación. Como el gobierno sigue obsesionado con el superávit fiscal, continúa quitando subsidios y, en consecuencia, aumentando los precios de los servicios públicos. Estas tarifas (y la devaluación del 2% mensual del dólar) son las variables que mantienen la inflación alrededor del 4%.
¿Es posible que dure en el tiempo está situación de baja inflación? No, porque 1) el precio del dólar está subvaluado y los exportadores tratan de postergar sus ventas esperando la inminente devaluación; por otro lado, el país no tiene crédito pero sí obligaciones de pago en divisas sin contar con las reservas suficientes, lo que lo puede llevar al “default”. La devaluación se presenta como inevitable, lo que producirá un nuevo salto inflacionario; 2) la situación social se ha agravado: la clase media empobrecida, los salarios reducidos que no alcanzan a la línea de pobreza y la desocupación creciente forman una combinación explosiva similar a la que explotó en el año 2001.
El fracaso de la política antiinflacionaria de Milei, como ocurrió con Macri, se debe a un error de diagnóstico: la inflación no es un problema sólo monetario, sino que es el síntoma de profundos desequilibrios de la economía.
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