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Tan frágil, tan fuerte
Acerca de María Esther
escribo para ser amada /escribo para no olvidar /lo más importante que hay en el mundo /
la amistad y el amor /la sabiduría y el arte /es una manera de vivir sin morir /de morir sin morir.
(Silvina Ocampo)
Para María Esther Gilio, como para Silvina Ocampo, escribir era eso. Casi con desesperación. Con diversión. Con curiosidad siempre.
Fueran prostitutas (una de sus primeras entrevistas, en Marcha) o un boxeador con complejo de Edipo o líderes políticos o un genio del bandoneón… o un escritor. ¿Las vidas de todos los hombres que nunca seré? No. Las vidas que fue haciendo suyas. Grabadorcito Sony en ristre vivió muchas vidas. Tenía el don de cultivar la confianza en sus entrevistados. Truman Capote hacía algo parecido: regalaba pedazos de su vida (a veces diamantes falsos) para deslumbrar al otro y convencerlo: se mostraba tan infortunado o tan equivocado o tan triste como el asesino al que visitaba. Después de ese acuerdo previo entre dos seres humanos, las confidencias aparecían sin miedo, casi con complicidad.
No dudó en presentarse a Troilo con languidez de cocainómana, con tal de pasar junto a él aquella noche que después nos regaló. Provocó sus tristezas más íntimas. Tristezas con humor. Porque ése era también uno de sus dones: la gracia.
Por la entrevista al psicoanalista más serio, al preso más dolido, al economista más aburrido pasaba un duende que deslizaba una ironía, algo inesperado, una sonrisa. Trabajaba con una mezcla de preparación casi científica y de despiole atolondrado. Con una Sarah Kay estampada en el pecho de su camisón de franela y mate en mano subrayaba datos y cincelaba catorce preguntas (le gustaba que fueran catorce) que después movería según soplara el viento. En eso era una estratega. Pero el día agendado podía salir corriendo sin llevar la dirección o, peor, sin el Sony. Teléfono: “¡Estoy en Corrientes y Callao! No puedo ir y volver… ¿me traés el grabador? ¡Sos una santita!”
Gilio salía al ruedo con el miedo valeroso de los toreros. Volvía triunfante: “¡Me conocía! ¡Había leído entrevistas mías!”.
Llevaba adentro la niña que había aprendido a nadar atada a la lenta chalana de su padre (extraño método de enseñanza) hasta que llegaban a la Isla de las gaviotas y él la felicitaba. “Muy bien, lo hiciste muy bien”. Puede ser que de allí le vinieran el asma y la perseverancia.
Muchas veces tuvo que recurrir a esa capacidad de nadar resoplando gluglús hasta un horizonte difícil. Tuvo que exiliarse dejando sus amigos y sus bienescuando, porque era abogada de presos políticos, pusieron una bomba en la puerta de su casa. Casa que adoraba, con dos hijas, con un vecino al que le pedía los lentes prestados para leer el diario y, cuando la hija del vecino venía a reclamarlos le decía “¡Tomá, pero que me los devuelva enseguida!” Una casa frente a la aduana de Oribe donde a fin de año todos los de esa calle salían para brindar bajo las estrellas.
París no fue feliz para ella, rodeada de ausencias. La amistad de Michèle y Costa Gavras fue un refugio. Tengo una foto preciosa de ella con Michelle, pero ahora no es tiempo de buscarla. Ayudó a Costa-Gavras con datos para Estado de sitio, que él filmó en Chile. Gavras y Michèle Ray fueron para siempre sus amigos entrañables. Después… pudo acercarse a Uruguay viviendo en Brasil. Estuvo detenida y sin dormir, forma de demoler a una persona aunque no se la toque con un dedo. Pero no fue demolida. María Esther tenía algo de ave fénix. Encontró energía para hacer ¡túnicas de playa! Compraba telas de poco precio, las cortaba y cosía con esa elegancia simple que tenía para la ropa, para decorar casas, para escribir… y salía a venderlas. Así ahorró para comprar un pasaje de regreso. Sus manos de escritora eran manos de jardinera, de cocinera, costurera… como imagino que serían las de Violeta Parra. Con uñas cortas que no conocieron esmalte. Siempre activas.
“-Ana, Ana… ¡voy a hacerles una cosa riquísima que comí en lo de Catito Berro! ¿Dónde está el ají molido? No. ¡Esto es pimentón! ¡Andá a buscar ají molido!”
Creo que llegó a casa traída por el viento del este, como Mary Poppins, sin paraguas pero con una valijita rodante parecida al fantástico bolso del personaje de P.L. Travers. Andaba errática por San Telmo, durmiendo en lo de una amiga vestuarista a quien quería mucho; pero la amiga tenía un perrito con el que ella tropezaba de noche. Como no teníamos perro nos prefirió.
Vino durante años. De su valijín queda alguna muesca en las paredes. De él salían cuadernos, bufandas, biromes Bic, una espléndida pollera floreada “para la cena de fin de año en lo de Marito y Jacobo” (que a último minuto, frente al espejo, se sacaba y volvía a sus pantalones preferidos, sus zuecos, su chaleco). Mario Caraceni y Jacobo Lagsner eran como sus hermanos. Llegaba y se lanzaba al teléfono: “¿Marito? ¡Soy yo, tu florcita! Voy mañana. Que Jacobo nos haga milanesas de berenjenas. Estuve con Taco: no oye nada. Les manda abrazos”.
Naná, mi hija menor, dice que dije “Mi casa es tu casa, tu cuarto es el de Naná.” De aquellos días nos queda la broma “¡Que duermas bien, Naná; voy a soñar con Paul Newman! ¿y tú?” “Qué sé yo, María Esther… zzz (¿quién será Paul Newman? zzz)”
Fue Naná la que promovió que nuestro Cuartito de la neurosis, nido de biblioratos, bastidores y cosas por el estilo, pasara a ser El cuarto de María Esther, para que cada una tuviera sueños privados. Quedó pintado de amarillo huevo, con un calefactorcito, una radio y una mesa de luz donde he llegado a encontrar algo que creí una esculturita y era un racimo seco de uvas sin uvas (le gustaba, si se despertaba de noche, comer algo y escuchar tangos).
Los desayunos con ella fueron de novela. Juan Pablo también era de Géminis: pasaban horas entre diarios y radio, vestidos como linyeras, escuchándose sobre todo a sí mismos. “¡Qué horrible, a este niño lo tuvieron dos semanas en un barril… tendría que entrevistarlo!” “Mejor entrevistá a Zulema Yoma, María Esther. Te consigo el teléfono.” Una mañana Juan Pablo contó que nos había visitado un primo suyo, con novia reciente, muy agradable. “¿Y qué hace, esa agradable novia?” “Tiene un vivero.” Cuando Gilio supo donde quedaba el vivero dedujo “Debe ser hija de mi amiga Fulana de Tal, que vivía en Brasil cuando fuimos con Gumita a visitar a Carmucha y su beba.” Ahí Juan Pablo largó el diario y el café: ¡Eso me intriga desde que tengo seis años! Mariquita, la mujer del pintor Manolo Lima, era enfermera y trabajaba con una ginecóloga. Venía a coser y charlar con mi vieja, muy amigas las dos. Comentaba mes tras mes que iba Carmen Ávila la actriz. Pero dejó de ir y no supimos más. Desapareció -decía Mariquita.
¡No desapareció nada! -dijo María Esther/Sarah Kay- se fue a Brasil. “Con Gumita fuimos a verla en un jeep; con tan poca plata que en una estación de nafta le pedimos a un mulato “Ponga veinte” y cuando nos quiso cobrar veintiocho le dijimos “¡No, no: veinte!” Tuvo que sacar un poco de nafta chupando al principio en un cañito para hacer vasos comunicantes.” Juan, al borde de una novela de esperadísimo final, preguntó fascinado quién era el padre y ahí María Esther, olímpica, la que siempre supo todo de todos, nombró a alguien. Yo andaba dando vueltas, preparando más café, poniendo ropa en el lavarropas… Cuando escuché, el asombro me salió del alma: “¡El primo más querido de mamá!”
Montevideo es una ciudad pequeña, llena de viento y de historias. María Esther las sabía casi todas.
Por otro lado, en el último número Crisis , Natalia Gelos realiza una búsqueda de la historia de Gilio que le da ánimos para sentir que todavía el periodismo tiene algo para hacer y decir.
Fue en la revista crisisde los años 70, importante referente cultural de la época, uno de los espacios donde Maria Esther desplegó un talento para la entrevista que todavía hoy sigue resonando y podemos encontrar algunas perlas en el universo digital a través de la sección rescate emotivode la actual crisis.
Héctor Tizon mateando con el diablo y los muertos - Revista Crisis
Troilo: "Creo que soy un hombre bueno" - Revista Crisis
Notas que confirman lo que escribió María Moreno en Pagina12 en el año 2011 cuando falleció María Esther, “Su método podía tener algo del de Truman Capote pero no lo aprendió de él: fidelidad a los datos pero no a los referentes, el archivo como carta en la manga, cultivo de la transferencia, empatía anticipada. Nada de periodismo gonzo, ni bravatas estilísticas: hizo maravillas simplemente con la amabilidad y la buena educación.”
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