Columnistas
21/12/2020

La corrupción judicial ocupa el lugar de los militares golpistas

La corrupción judicial ocupa el lugar de los militares golpistas | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

El término “lawfare” es enigmático para millones de personas, no es eficaz para mensajes políticos masivos. La función que antes tenían las fuerzas armadas para atacar a los procesos populares en América Latina, hoy está a cargo de estructuras judiciales corrompidas.

Miguel Croceri

Al menos en Argentina, la palabra “Lawfare” está cada vez más instalada en el discurso político. Probablemente quien más hizo para que así ocurra es Cristina Kirchner, el blanco principal al que apunta en nuestro país esa estrategia de ataque judicial y mediático contra líderes populares de América Latina.

Que la palabra esté instalada en el discurso político es importante porque permite la toma de conciencia acerca del problema, el conocimiento o la indagación en el tema, el debate sobre lo que significa y qué se puede hacer para cambiarlo, etc., al menos por parte de los/las dirigentes, ciertos/as periodistas y medios de comunicación, las militancias populares y algunos otros grupos de la sociedad.

(Por ejemplo, que el diario oligárquico y pro-norteamericano La Nación le haya dedicado un editorial recientemente, es indicativo de que el concepto logró ser introducido incluso en los medios de la derecha. Cabría aquí la famosa metáfora del Quijote “Ladran Sancho, señal que cabalgamos”. El diario afirmó que la Lawfare “es un escapismo” del kirchnerismo para “victimizarse”. Nota del 18/12/20).

Sin embargo, el término tiene una grave limitación: resulta de difícil o nula comprensión para amplios sectores de la población, y por lo tanto es ineficaz para la estimular la discusión o movilización política a niveles más masivos. Para millones de personas, es un concepto enigmático.

Una palabra (en este caso un neologismo) de otro idioma, produce lo que ciertas corrientes teóricas de la comunicación llaman “ruido”, o sea algo que interfiere, que entorpece, que perjudica los intercambios de significaciones. Entonces, en este caso, el término no sirve para clarificar y estimular a la acción política de sectores populares más amplios, en particular los que tienen menores grados de politización.

Como muchas/os saben, “lawfare” es un neologismo del inglés que combina los términos “law” (“ley”, o en sentido amplio “jurídico”) con warfare (“guerra”). Por eso puede ser traducible como “guerra jurídica” o también “guerra judicial”.

Y aunque no se desprende lingüísticamente del término, a veces se la denomina “guerra judicial-mediática” porque, para llevar a los hechos ese dispositivo antidemocrático, los aparatos comunicacionales son tan indispensable como los judiciales.

(Hace dos años y medio, el Instituto Patria publicó un informe elaborado por abogadas y abogados de la provincia de Buenos Aires titulado “Algunas consideraciones sobre el fenómeno Lawfare. ‘Guerra jurídica’”. Publicación de mayo/2018). 

Antes, las fuerzas armadas

La “guerra jurídica” es el mecanismo de ataque antidemocrático desplegado desde la segunda década de este siglo (la que terminó hace un año o está terminando ahora, según como se mire) contra los/las líderes y otros/as dirigentes de gobiernos o fuerzas populares en América Latina.

Mediante mentiras y acusaciones inventadas, simulacros de juicio, condenas fraudulentas y metiendo presos/as a líderes y dirigentes o amenazándolos con ello, todo ello legitimado ante la opinión pública por las cadenas mediáticas de la derecha, el objetivo es desgastar el capital político las víctimas, y el propósito final es derrotar a los procesos históricos que desafiaron o desafían los intereses de las élites capitalistas locales y la dominación de Estados Unidos contra la región.

(Este viernes, en el acto encabezado por el presidente Alberto Fernández y que reunió a los principales referentes del Frente de Todos en La Plata, Cristina dijo: “El famoso lawfare no es solamente para estigmatizar a los dirigentes populares. Es para disciplinar a los políticos, para que nadie se anime a hacer lo que tiene que hacer, y tengan miedo de firmar, de proponer, de decidir o de autorizar”. Pueden recuperarse los últimos minutos de su discurso en el canal de Youtube de la agencia Télam. Posteo del 18/12/20).

Hasta la década de los años ‘80 del siglo pasado, esa función de atacar y en lo posible eliminar a los procesos políticos populares, estaba a cargo de las fuerzas armadas. La estrategia consistía en derrocar mediante la violencia militar, policial, etc. a los gobiernos contrarios a los intereses oligárquicos y del imperio estadounidense, y en su lugar implantar dictaduras o variantes tales como gobiernos civiles surgidos de elecciones con trampas y proscripciones.

Como bien sabe la sociedad argentina, en nuestro país el ejemplo extremo de ese modelo de poder antidemocrático y antipopular fue la dictadura genocida que gobernó desde marzo de 1976 hasta diciembre de 1983.

Actualmente, las estructuras militares están en un plano secundario para atacar los procesos democráticos y populares, y su lugar lo ocupan las estructuras judiciales corrompidas, articuladas con las maquinarias comunicacionales hegemónicas.

Cabe señalar la excepción de Bolivia, donde en noviembre de 2019 se creó primero un clima de terror por parte de bandas criminales de ultraderecha que agredían a dirigentes y militantes del sector de Evo Morales y hasta incendiaban sus casas. Sobre ese contexto de violencia política generalizada, la Policía se amotinó y la cúpula militar pidió la renuncia del presidente. El golpe de Estado, en ese caso, tuvo componentes de violencia armada y militarista más parecidos al modelo que fue clásico en América Latina durante el siglo XX.

Bancarrota moral e ideológica

Así como la palabra “Lawfare” puede no ser apropiada para una comprensión masiva del problema y para llegar con el mensaje político a sectores de la sociedad menos politizados, es fundamental advertir que el accionar de jueces/juezas y fiscales que actúan en contra del debido proceso, las garantías constitucionales, la defensa en juicio y todas las reglas del Estado de Derecho, constituye un fenómeno de extremada corrupción del sistema judicial.

No “corrupción” en sentido acotado, limitado, entendiendo por tal a la apropiación de dineros públicos por parte de funcionarios/as, en este caso funcionarios/as del Poder Judicial. Eso es un asunto aparte, que debería ser investigado y esclarecido caso por caso, para determinar quién tiene la decencia exigible y quién no en ese poder del Estado.

Es corrupción en sentido mucho más profundo que la inmoralidad individual o de solo algunos/as. Cuando integrantes de la judicatura (“conjunto de jueces y magistrados de un sistema judicial”, según la definición de la RAE,  Real Academia de la Lengua Española) actúan reiterada y abiertamente en contra de la ley y la Constitución, y por lo tanto en contra de las obligaciones éticas y funcionales que deben cumplir, es corrupción del sistema.

Porque esos integrantes están haciendo exactamente lo contrario de lo que corresponde a la función para la cual la sociedad les confiere atributos de poder, y les otorga una confianza legitimada por el orden jurídico y por todo el dispositivo institucional de un país.

En ese sentido, la fracción dominante del Poder Judicial argentino dio muestras en los últimos años de haber llegado a una completa bancarrota moral e ideológica.

Quienes ocupan los puestos clave, fundamentalmente en el fuero federal de la ciudad de Buenos Aires -que tiene su sede en los tribunales del barrio de Retiro, sobre la calle Comodoro Py, y de allí la denominación informal de ese sector en el argot político- así como en la Corte Suprema de Justicia, pergeñaron, ejecutaron y/o consintieron los más graves atropellos al Estado de Derecho que se hayan producido jamás en un contexto institucional democrático en Argentina.

También lo hicieron representantes de la judicatura en ciertas provincias. El caso más emblemático es el de Milagro Sala, desde hace casi cinco años prisionera política del régimen de derecha jujeño que dirige el gobernador radical/cambiemita Gerardo Morales. Pero la situación de la víctima, si bien ocurre por decisiones del aparato judicial provincial, es también en última instancia una responsabilidad de la Corte nacional que permitió y permite la vulneración de los derechos y garantías que le caben a cualquier ciudadana o ciudadano.

Pero la degradación generalizada de una parte considerable de los/las jueces/juezas y fiscales que ocupan los lugares más determinantes del sistema judicial del país, excede el problema ético y moral. Ello es condición necesaria pero no suficiente. Se trata, fundamentalmente, de un asunto político de gravedad extrema.

La corrupción judicial ocupa hoy la función que en el siglo pasado cumplían los militares golpistas: destruir al Estado democrático cuando el gobierno está en manos de fuerzas políticas y líderes que desafían los intereses dominantes en búsqueda de transformaciones -mayores o menores, más profundas o menos según los casos- para beneficio de las mayorías populares.

29/07/2016

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