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El día que Juan Luna llegó no llegó solo. Con él entraron a la Unidad 9, la cárcel de La Plata, otras ocho o diez personas más. Habían pasado solo dos meses desde el 24 de marzo de 1976 y los que estábamos presos, desde los primeros días del golpe, conocimos de sus bocas el horror y el terror de la dictadura. Con la primera salida al patio de recreo algunos de los presos del pabellón diez nos dimos una tarea: juntar las naranjas que nos daban con la comida para dárselas a los presos nuevos que habían llegado de Zárate, ciudad al norte de la provincia de Buenos Aires, a orillas del Paraná. No eran para que las comieran. Habían estado atados, durante varias semanas, con alambres en las muñecas; las marcas eran profundas, habían llegado a la carne viva, y no podían mover los dedos. Con las naranjas, a manera de una pelota de goma, podían hacer ejercicios con las manos y varios días después recuperaron la sensibilidad y el movimiento de los dedos. Escuchaban ruido a agua y suponían que donde habían estado era la “bodega” de un barco, anclado en el rio; atados, vendados, medio desnudos, con frío y solo alguna frazada que se peleaban-turnaban entre ellos. La comida era en el piso y se mezclaba con el orín y sus propias necesidades, que hacían en el mismo lugar. Así pasaron varias semanas hasta que los “legalizaron” pasándolos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, el PEN sin más causa. Pero algunos que habían estado con ellos en la “bodega” no llegaron nunca a la cárcel donde estábamos y empezamos a temer lo peor. Unas semanas después, algunos familiares que nos visitaban, empezaban a contar que parecía que había otras “cárceles”, clandestinas, con presos que no reconocían, que eran negados por los militares. No salíamos de nuestro asombro. Se comenzaba a hablar de los desaparecidos que tenían en lugares ocultos.
“¿Y vos cómo te llamas?”, le pregunté el primer día en el patio de recreo. “Juan Luna”, me contestó. Morocho, de pelo corto y bien negro, de brazos fuertes, teníamos la misma edad: 19 años. Quizás porque lo habían puesto en la celda de al lado, y éramos los más jóvenes del pabellón, empezamos a conversar en el desconfiado mundo de la cárcel. “Yo vivía con mi abuela, solos, en medio del monte en Entre Ríos, a orillas del río, hachaba árboles y era feliz con los pajaritos. Un día mi abuela me dijo: “Hijo vas a tener que ir a buscar trabajo en la ciudad porque no alcanza para comer” y yo le contesté: “Bueno abuela me voy a Buenos Aires”. Eran finales de marzo de 1976.
“El Uruguay no es un rio, es un cielo azul y blanco…”, cantaba Juan dentro de su celda y yo lo escuchaba en la mía, pared de por medio, sin poder vernos, aunque por las rejas de la ventana, que daban al patio, llegaban los sonidos y hasta con esfuerzo, hablábamos. Entre los presos que nos habíamos hecho amigos en el pabellón –Néstor, Daniel, Sergio- juntamos yerba, azúcar y le pasamos un calentador, una pava y el mate. Juan ya estaba menos solo y un día me conto que no sabía leer ni escribir, pero me pidió varias revistas de historietas porque le gustaba ver los dibujitos.
“En la ciudad son todos pelados y usan anteojos”, sentenció una vez Juan en el patio de recreo, adonde salíamos dos veces por día por un tiempo que siempre se hacía corto. El patio era abierto, y aun cuando estuviera rodeado de muros de cemento gris plomo, era grande y nos permitía ver el cielo, el sol y hasta un día mojarnos con el agua de una lluvia que era como estar más cerca del mundo de afuera y soñar que estábamos libres. Hablando de soñar lo peor era cuando soñábamos dormidos que éramos libres para despertarnos, en la soledad de la noche, mirando las paredes y las rejas, para darnos cuenta –desilusionados- que seguíamos presos.
-“Juan y a vos como te agarraron”, le pregunté un día cuando ya habíamos entrado más en confianza.
-“Un camión me dejó en el puente que está saliendo de Entre Ríos donde había un montón de soldados. Yo estuve ahí esperando que algún camionero me llevara a Buenos Aires y como no conseguía nada me acerqué a la comisaría que está a un costado, para ver si algún policía le pedía a un camionero que me llevara. Estaba en eso cuando un soldado se me arrima y me grita: “A ver vos, tus documentos”. Se lo doy y se fija en un papel que tenía en la mano. “Así que vos sos Juan Luna”, me dijo y a los empujones me metió en la comisaria. Me llevó a ver al comisario que me preguntó: “¿Vos sos del ERP o Montoneros? Y yo le contesté: “Yo soy entrerriano”.
No dije nada. El recreo terminó y en la soledad de la celda me acordaba de la respuesta de Juan. Una sonrisa se dibujaba en mis adentros mientras movía la cabeza como diciendo: no puede ser, no puede ser... después me imaginaba a Juan en la bodega del barco, las manos atadas con alambre, la cárcel donde estábamos y la bronca me estallaba de tanta injusticia con estos milicos hijos de puta.
Un día me preguntó: “Me escribís una carta para mi abuela”. Y ahí nomás nos pusimos a escribirla. No recuerdo qué escribimos, no sé por qué; capaz porque aún en la convivencia forzada y promiscua de la cárcel, uno trata de respetar la intimidad del otro. Semanas después llegó la respuesta. Juan me pidió que se la leyera y una frase si me acuerdo: “¿Por qué estás preso, hijo?”, preguntaba la abuela…
En la cárcel teníamos la “cantina” y con el dinero que nos depositaban los familiares comprábamos la yerba, el azúcar, tabaco, papelillo, algún dulce de los baratos. Junto con la carta de la abuela, venía un billete de pocos pesos, que apenas alcanzaba para un paquete chico de yerba o menos. La abuela no abandonaba a su ‘hijo’, como las madres, las esposas; ellas eran las que más venían a visitar a la cárcel a sus hijos, a sus esposos, a sus compañeros, a pesar de las revisaciones-manoseos denigrantes en la entrada, los amigos secuestrados y desparecidos todos los días, los allanamientos, el terror cotidiano que se vivía afuera. Como un anticipo de las que después serían las Madres de Plaza de Mayo en la cárcel conocimos las Madres, las Abuelas, las Mujeres Coraje. Como mi madre, que cuando le conté lo de Juan, en la siguiente visita le trajo un par de zapatillas nuevas, porque las que tenía no daban más y ya había llegado el frío del invierno.
Sobre finales de 1976 en la cárcel de La Plata, que era para mil presos, ya éramos dos mil; dos por cada celda de uno. Con Juan habíamos pasado más de siete meses presos cuando un día me dijo “Yo no vengo más a la ciudad; acá son todos malos. Cuando salga me vuelvo al monte, allá soy libre, hachando, escuchando los pajaritos y yendo a la orilla del río”. Con él yo también me ilusionaba de la libertad que no sabíamos cuando iba a llegar.
Después de la Navidad de 1976 me trasladaron a Neuquén y no lo vi más a Juan ni supe más nada de él. La dictadura publicaba cada tanto una lista de los presos que dejaba en libertad mientras, por otro lado, encarcelaba a miles más o los secuestraba y los mantenía desaparecidos. En el verano de 1977 cuando yo ya estaba en libertad, publicaron una de estas listas, y allí figuraba un Juan Luna. Nunca supimos con mi madre si era el mismo Juan Luna que conocimos pero hasta el día de hoy queremos creer que sí, que Juan volvió con su abuela al monte para seguir hachando libre como los pajaritos y mirando el río. Juan Luna como Martín Fierro estaba nuevamente libre.
PD: la historia que he relatado es real, recreada por la memoria 30 años después, la escribí en el año 2006, pero después supe algo más de Juan.
En el año 2010, cuando era secretario de Derechos Humanos de la Municipalidad de Neuquén, viajé a La Plata y fui a la secretaria de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires. Estaba a cargo de Sara de Corbacho -una mujer mayor, muy amable, peronista hasta los tuétanos y con dos hijos desaparecidos-, quien me atendió inmediatamente. Mate de por medio, conversamos y le conté que había estado preso en la Unidad 9, en el pabellón diez. “Entonces los conociste a Zabala, a Calvo, a don Lintridis… Claro le contesté. Ella conocía a muchos porque los había ido a ver para que sean testigos en el juicio que se estaba por realizar por los delitos de “lesa humanidad” ocurridos en la Unidad 9. Me cuenta que –como ellos decían- los presos venidos de Zárate habían estado en un centro clandestino de detención que era un buque: El Murature, de la Armada, anclado en el Paraná. De pronto en medio de la conversación me lanza una pregunta: “¿Y a Juan Luna lo conociste?”. Claro –le contesté- y le conté algunas de las cosas que ustedes ya saben. También le pregunté qué sabía de él.
-“Lo busqué y lo encontré en Entre Ríos, en medio del monte, trabajaba en un horno de ladrillos, estaba muy arruinado por el alcohol. Al final lo convencí para que viniera a declarar. Hace unas semanas lo fui a ver, había muerto”.
Yo me entristecí y pensé: Juan había cumplido su promesa, no había vuelto a la ciudad. De pronto Sara abre un cajón, saca una foto y me la muestra preguntándome “¿Fijate si lo reconoces en esta foto a Juan Luna?”. Miro la foto; estaba el “Tata” Ubaldini, quien fuera secretario general de la CGT, y al lado dos hombres. Rastreo en la memoria, intentando trasladarme hacia atrás, pero no lo reconozco a Juan. La miro y le digo que no, que no lo veo. “No –me dice- el Juan Luna que vos conociste no está en esta foto”; y señalando a uno de los hombres me mira y me dice: “Pero éste que está acá se llama Juan Luna, en 1976 era el secretario general de los peones rurales de Entre Ríos, a él buscaban”.
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