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Pareciera inevitable que en toda sociedad haya tibios. Gente que se asombra muy poco de las calamidades que ocurren promovidas por otros hombres, que no les asombran las injusticias ni los flagrantes desvíos de la política cuando esta está orientada férreamente para beneficiar a los más poderosos e influyentes.
Ante los tibios la indignación del otro no tiene la respuesta de la comprensión sino aquella que señala que no vale la pena amargarse por la realidad sino ubicarse y ubicarla en el plano menos árido del fatalismo: “siempre ha sido así”.
La vida puede vivirse igual en la medida que los hechos deplorables no nos toquen de manera personal. Por eso puede afirmarse que seguramente los tibios no son opositores a ningún régimen político, ni les afecta la persecución racial y mucho menos militan en un partido de ideas progresistas. Creen estar a salvo por su tibieza de cualquier fuerza de tareas, como las que conocimos largamente a mediados de los ‘70.
De este modo la visión que se va desarrollando es la del cinismo o lo que es al menos parecido, el convencimiento de que en la vida son escasísimas las personas y los principios por los que vale la pena jugarse.
La conducta del disconforme o del rebelde aparece como ridícula o de poco valor toda vez que la disconformidad solitaria no logrará rectificar el rumbo de las cosas y la rebeldía se consumirá en la impotencia o con algún mandoble autoritario.
Esa actitud de muchos hombres y mujeres lleva una cuota de decepción que tiende a la quietud y al silencio. Es el medio el que actúa reprimiendo en el umbral mismo de la proclama pública
Vivimos una realidad que da combate a la esperanza, en una sociedad que no termina de amenazarnos. Hay una constante histórica que nos hace ver el inaceptable sometimiento de los países colonizados, de las minorías étnicas sojuzgadas, de la consagración de la coacción violenta como medio persuasivo.
La indefensión de las sociedades tiene un tiempo de tolerancia al cabo del cual la gravedad de la situación ha evolucionado hasta hacerse casi insuperable. Entonces la confrontación es a todo o nada, como ocurriera en nuestro país en 2001.
Aunque el círculo se estreche mientras individualmente el tibio no caiga dentro del área de riesgo, mientras sobreviva y crea que podrá influir ante quienes dan las órdenes, nos seguirá intentando convencer de que no vale la pena indignarse, denunciar las injusticias, defender a los más débiles o dar muestra de que la situación del país bien merece algún sacrificio.
Pero los tibios no son habitualmente cómplices, aunque abonan el paso por donde transcurren las injusticias. Así por ejemplo, se mantendrán en el mismo escalafón laboral, explorarán las vacantes superiores de los despedidos y verán si la rueda de la suerte no se detiene ante su puesto para escalar en la estructura. Lo hemos vivido recientemente con lo ocurrido en distintas frecuencias de la radiotelefonía o señales de TV: despidos de profesionales, cubiertos por adictos encubiertos al nuevo gobierno.
Finalmente no hay que dejarse desalentar por los tibios. Sólo no hay que oír sus decepcionantes mensajes. Quizás alguna vez podamos oír el relato de su arrepentimiento por no haber luchado o por no haberse comprometido como debió haberlo hecho.
Porque lo que es seguro es que si las cosas mejoran será por los que se calientan y no se cansan de exponer su sed de justicia.
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