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Son poemas breves, tanto que algunos parecen un único y largo verso que cierra, de golpe, una situación con un portazo suave. Son poemas de finales certeros, que aumentan la tensión de la aparente calma. Cuando dice la poeta que “el amor es/otra cosa”, ¿adónde apunta? O, al espetarle a su interlocutor que “somos ese mazo de cartas/mal mezclado”, ¿cuál es su juego? Acaso esté hablando del azar como componente fundamental de la existencia, ya que “buscamos la sortija/aunque no querramos/ni una vuelta más”.
En este punto, Daniela Catena va develando, de a poco, hacia dónde dirige su poesía. Suave, con una delicadeza propia de un bordado o un tejido, las palabras de Chicos rotos construyen ese mundo de infancia y no tanto, porque se prolonga. Observa un universo condensado que más tarde eclosionará mientras desovilla una madeja como un juego que se prolonga en el tiempo. ¿Quién sostiene el hilo: la niña o la adulta?
Para ella, la música, el rezo, los sonidos, las descripciones son parte de ese juego cuyas reglas irá conociendo poco a poco, y no sin riesgo. Aun así, la mirada de la poeta no pierde su humor: cierto, ve con complacencia y cierta piedad a la niña que fue, que lleva sus torbellinos dentro y asegura que “si fuera zombie descuartizaría/toda posibilidad de quererte”.
Observa a quien ama y luego desama con ánimo de bisturí: refiere al Bowie de Amor moderno, afirma que “se puede vivir en reversa” porque “tenemos/cinco vidas y podemos zafar”. Y al mismo tiempo, exhibe su displicencia cuando escucha interpretar Algo, de Harrison, “deseando que se pueda rebobinar el día” y salir de una situación empastada que remata, casi con crueldad, “esperando el karaoke”.
La música es parte del juego en que anda Catena, conforma su paisaje sonoro (sin ruido pero como fondo, dice el prólogo de Macarena Trigo) y le permite elaborar, apenas con la mención de autores y bandas (R.E.M.; Morrisey; Talking Heads y otros) una especie de manifiesto que la coloca en el lugar de la ruptura, del revulsivo social contemporáneo que abjura por igual de lo establecido por el sentido común y las estéticas de moda. Así, se permite ignorar si hay que elegir la cal o la arena.
Dice Ariel Williams en la contratapa que la vida que hay en estos poemas “permite romperse y recomenzar, porque en el mundo del juego, un juguete roto vuelve a ser un juguete”. Cierto: en el universo, por roto, se destacan el absurdo y la absoluta soledad en quien enumera las etapas de su vida: “todas las costuras/me/atraviesan desde chica”.
No hay heridas, entonces, sino costuras que funcionan a la manera del kintsugi japonés y así producen una nueva creación, con mayor (o al menos otro) valor que el original. Las heridas y las fracturas en un objeto se reparan con resina y oro puro y entonces no sólo no se esconden sino que, por ser parte de la historia de la obra, la embellecen y la curan. Acaso sea ésta la revancha de la chiquita zurda cuya abuela no podía enseñarle a tejer: la poesía explica sus confusiones (“las manos de las calles/y el amor con todo lo demás”), y también funciona como reparación, así como esa carpintería de oro utiliza la belleza para sanar.
Catena, Daniela: Chicos Rotos, prólogo de Macarena Trigo y contratapa de Ariel Williams. Comodoro Rivadavia-Rada Tilly, Chubut, Espacio Hudson, 2020
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